miércoles, 21 de mayo de 2008

NUESTRA LENGUA



Dejen tranquila a nuestra lengua

BASTANTES problemas tiene nuestra asen­dereada lengua española (más en España que en América, la verdad) para que la me­tan en el quirófano y la sometan a delicadas ope­raciones en nombre de la igualdad. Pero esto es lo que leo que propone nuestro presidente. Bastan­tes problemas aguardan al niño en la vida para que, además de ellos y de la lengua común que ha­blamos todos, tengan que lidiar con un idioma es­pecial, «el igualitario», lo llamaríamos.

En fin, creía que esa oleada había medio pasa­do. Recuerdo cuando bombardeaban a la Acade­mia con propuestas de estas. Parecía que había escampado. Pero no.

Yo siempre vuelvo a los griegos. Recuerdo aquella anécdota que contaban los cínicos de Jantipa, la mujer de Sócrates. Aburrida de la chácha­ra de los filósofos bajo su ventana, les vertió enci­ma un jarro de agua. Sócrates, imperturbable, co­mentó: llueve, ya escampará. ¡Pero no acaba de es­campar! Y recuerdo cuando Protágoras, el sofis­ta, quería a su vez introducir la igualdad en el lenguaje: «la artesa» era femenina en griego, pero terminaba en —os, él proponía terminarla en a. «El gallo» y «la gallina» se las arreglaban con una sola palabra (como nosotros en el caso de «la zorra» o «el ratón»). Protágoras quería dos palabras. Era un feminista anticipado, pero su amigo Pericles no le hacía caso. En fin, perdonen tanto griego, pero no tengo la culpa. Los griegos eran incordiantes y lo anticiparon casi todo.

Y perdonen que vuelva al tema del género, que me aburre soberanamente. Pero me fuerzan a ello nuestro presidente y nuestras feministas. Lo sabemos todo del género, pero los igualitarios y las igualitarias saben poco. No saben, por ejem­plo, parece, que los problemas del género no son solo del español, sino de casi todas las lenguas in­doeuropeas de Europa (salvo las que lo han perdi­do, como el inglés). Y que el género no es solo sexo, cuéntenme qué sexo tienen «la silla» o «el banco». Y que no tiene una forma única, hay mas­culinos en —a («el poeta», «el astronauta»), feme­ninos en —o («la moto», «la Consuelito»).

Y que la lengua se las arregla perfectamente con una sola palabra para denotar el sexo mascu­lino y el femenino: «el/la estudiante», «él/la poe­ta», «el/la juez«, «el/la médico». Claro que esto es lo que molesta a algunas (pero muchas mujeres se niegan a ser «la poetisa», «la médica»). Etc. ¡Va­liente caja de Pandora, otra vez los griegos, han abierto!

Sobre todo: no hay por qué sacar siempre a la luz el sexo, esa diferencia que a veces no interesa. Hombres y mujeres somos iguales quizá en un 90 o 95 por ciento. ¿Quién nos obliga a marcar siem­pre el sexo? ¡Qué obsesión! Lo quieren atornillar cada vez más en la lengua. Vaya por Dios.

Y el género no es siempre sexo. Las marcas del género-sexo son irregulares, ya dije. E igual las del género-no sexo: «la mesa», «la nariz», «el ban­co», «el hombro», «el ordenador» nada tienen que ver con el sexo y carecen de marcas regulares.

Y a veces ni marcamos la diferencia sexual, no nos interesa. Decimos «el hombre» («los derechos del hombre»), «un niño» («la veci­na ha tenido un niño», no conozco su sexo o no me importa), «los niños» (ignoramos su sexo o no nos interesa). E igual en la palabras epicenas, co­munes a ambos sexos, como la del gallo y la galli­na en griego o las españolas que cité.

En alemán «el niño» y «la señorita» son neu­tros. El sol es femenino y la luna masculino. Ya ven. Introduzcan la igualdad o la racionalidad.

Cierto, la sociedad evoluciona, en las lenguas la historia deja su huella. Se crean nuevos feme­ninos cuando el ambiente es propicio para ello. Hay «la presidenta» porque muchas mujeres pre­siden, la lengua, con el tiempo, toma nota. Pero no podemos hacer una cruda cirugía, imponer en todo el sexo, que de todos modos, cuando inte­resa, se marca por la concordancia («el juez»/«la juez», repito).

Y, a veces, adrede no se marca. Una palabra ca­lificada de masculina abarca el conjunto hom­bre + mujer, como en los ejemplos que he dado. Y esto ahorra tiempo y palabras y olvida, intencio­nadamente, un rasgo que, a veces, carece de inte­rés. ¿Vamos a decir «los funcionarios desconten­tos y las funcionarías descontentas declararon la huelga?».

Lo que irrita a algunas, parece, es que ciertos masculinos se usen para designar a mujeres o no las distingan de los hombres. Déjenme un po­co de erudición, por favor.

Las lenguas indoeuropeas, de las que vienen casi todas las de Europa (y el Irán y la India), ca­recían en fecha muy antigua de género. O mejor dicho, tenían un género animado (¡seres vivos, sin distinción de sexo!) y otro inanimado. Así en lenguas anatolias antiguas como el hetita. Lue­go, en el tercer milenio antes de Cristo, se inven­tó el femenino (para mujeres, animales hembra, árboles, ríos). La forma antigua, previa a ese in­vento, se hizo, a veces, por contraste u oposición, masculina: otras continuó siendo indiferente.

El «masculino» usado para mujeres o seres hembras es, simplemente, una continuación de ese uso neutro o indiferente. Lo hay en latín, del que venimos, y en todas partes. No es un insulto. Es un resto de la antigua indiferencia pregenérica, presexual. Hay en estas palabras un uso mas­culino y un uso neutro, que vale para hombres y mujeres, para todas y todos.

Esa es la cuestión. Ese tema del género no es solo del español. Lean, aprovecho un poco para incluirme en la bibliografía con el libro que aca­bo de publicar, «Historia de las lenguas de Euro­pa». No nos acomplejemos por el dichoso género, irregularidades semejantes pululan en muchísi­mas lenguas. No todo es sexo en ellas y el sexo se distingue o no y lo hace de mil formas. Insisto.

No hay regularidad formal para marcar el sexo o el género en general, insisto: la —a fi­nal es con frecuencia femenina (con sexo o sin él), pero no siempre. Y la —o final es con frecuen­cia masculina (con sexo o sin él), pero no siem­pre. ¿Vamos a prohibir las irregularidades, los verbos irregulares, por ejemplo? Las hay en cualquier lengua.

¿Vamos a descuartizar la nuestra, a coserla luego, quizá a embalsamar el engendro? ¿Y solo en el género o en caprichos mil?

Ya sabemos de las minorías que nos pedían violentamente que expulsáramos del Dicciona­rio palabras que no les gustaban. Pero existen.

¿Vamos a torturar al niño con esta obsesión del género mal entendido, del sexo en realidad, a torturarnos a nosotros? Señoras, Señor Zapate­ro, paren, paren. Tenemos una lengua y con ella hemos vivido y hemos de vivir. Marca el sexo cuando lo marca y ello de diversas maneras. O de ninguna. En fin, las lenguas y los seres huma­nos estamos llenos de irregularidades —y de ge­nialidades. Hay sexo y no sexo, igualdad formal y desigualdad formal. Las lenguas no son pura racionalidad igualitaria. Y tienen grandes, in­mensas virtudes para expresarnos a nosotros, para expresar al mundo. Como las tienen los se­res humanos (sin distinción de sexo).

Sólo pido a los gobernantes y a quienes se creen poseedores (el masculino incluye a todas y todos, qué cómodo) de la verdad y buscan que los primeros la impongan, que no inventen dog­mas por falta de información y sobra de prejui­cios. Que no fuercen igualdades irracionales que llevan a desigualdades. ¡Sexo y más sexo, in­cluso cuando no hace falta! ¡Regularidad formal cuando tampoco la hace! Que nos dejen vivir con nuestra lengua.

Es la que tenemos y es grande. Ni es una cua­drícula regida por racionalismos e igualitaris­mos infinitamente criticables, ni ofende a na­die. Como es, nos basta.

Y no torturen al niño con tonterías. Ni rom­pan la lengua española.

FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS (Publicado en la 3ª de ABC el 2 de Marzo de 2008)

De las Reales Academias Española y de la Historia

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