martes, 12 de agosto de 2008

JUAN MANUEL DE PRADA








En XLSemanal, suplemento del ABC de ayer, se publica un artículo de Juan Manuel de Prada, que, por su originalidad sobre nuestros recuerdos, traemos aquí.

Lo que recordamos

He vuelto a ver Ciudadano Kane, la gran película de Orson Welles, en estos días de pachorra estival. Las grandes obras literarias o cinematográficas son aquellas que siempre nos deparan una nueva lectura dilucidadora; o, por expresarlo más exactamente, las que nos dilucidan una y otra vez, las que nos explican los sucesivos hombres que somos, que hemos sido, o fatalmente vamos a ser. Ciudadano Kane trata, entre otras muchas cosas, sobre la pujanza de ciertos recuerdos, sobre la emergencia obstinada de parcelas de nuestra vida en apariencia insignificantes que, sin embargo, desvelan nuestra verdad más íntima. Hay una secuencia que en esta nueva visión de la película me ha conmovido de un modo muy revelador; había estado siempre ahí, aguardando que reparase en ella, pero nunca lo había hecho hasta ahora. Thompson (William Alland), el periodista que se ha propuesto desvelar el misterio que el magnate Kane se ha llevado a la tumba, se entrevista con Bernstein (Everett Sloane), el administrador de su emporio periodístico. Thompson pone en duda que la enigmática palabra pronunciada por Kane antes de morir –«Rosebud»– aluda a algún borroso episodio galante de su juventud; a lo que el anciano Bernstein responde, con irónico ensimismamiento: «No tiene usted ni idea de lo que un hombre es capaz de recordar. Vea mi caso, por ejemplo. Un día, en 1896, atravesaba el Hudson en ferry para ir a Nueva Jersey y, en el momento de la salida, otro ferry llegaba y en él una joven esperaba para bajar. Llevaba un vestido blanco y una sombrilla blanca en la mano. No la vi más que un segundo. Ella ni siquiera me vio. Pero apuesto que, por lo menos, una vez al mes pienso todavía en ella».

Seguramente, Bernstein habría amado copiosamente a otras muchas mujeres; y habría pensado, mientras las amó, que tales mujeres serían la piedra angular de su existencia; pero, pasado el tiempo, ya ni siquiera las recordaría, desde luego no de forma tan vívida como recordaba a esa muchacha que atisbó fugazmente. Y no porque el recuerdo de tales mujeres fuese lacerante o traumático, sino simplemente porque la memoria es una fuerza actuante del alma; y el alma se desprende misteriosamente de pasajes de nuestra vida que creíamos esenciales mientras los vivíamos, pero que el tiempo convierte en excedentes y superfluos, a la vez que magnifica otros que, a simple vista, juzgaríamos triviales y perecederos. Hace unas semanas vino a entrevistarme a casa Jesús Marchamalo, con la solicitud de que rememorase alguna lectura estival de la adolescencia. Elegí Crimen y castigo, la gran novela de Dostoievski, que leí a los quince años, mientras veraneaba con mis padres en Sangenjo; pero, apenas empezada la entrevista, me sorprendí hablando de una camarera que trabajaba en el hotel donde me hospedé aquel verano. Una camarera llamada Ernestina con la que no llegué a cruzar más de tres o cuatro conversaciones confusas y desvaídas; y que, concluidas aquellas vacaciones, nunca he vuelto a ver. Han pasado más de veinte años desde entonces; pero me basta cerrar los ojos para recordar cada circunstancia de su rostro, el gracioso soniquete de su voz, el garbo agreste de sus andares; también cada una de las palabras aturulladas o ruborosas que crucé con ella, y las sonrisas condescendientes que ella me dedicaba, al reparar en mi rubor y aturullamiento. La recuerdo en el tendedero del hotel, colgando las sábanas de la colada (al hacerlo, tenía que ponerse de puntillas); la recuerdo sirviendo refrescos a los huéspedes, con algo de patosería o premiosidad; recuerdo el mohín de sus labios, que nunca besé, y el desorden de sus cabellos, que nunca acaricié; y no he dejado de recordarla desde entonces: no una vez al mes, como le ocurría a Bernstein con la muchacha que atisbó fugazmente, sino casi todos los días. Y, a veces, cuando estoy solo, musito su nombre muy lentamente, como si lo paladease: Ernestina. Tal vez su nombre sea la última palabra que pronuncie, antes de morir; y tal vez haya un periodista que se proponga desvelar en vano el significado de ese nombre enigmático.

He amado a muchas mujeres desde entonces: con delicadeza y encono, con pacífico desprendimiento, con desvelado afán; y algunas me han correspondido. Pero miro hacia atrás y las veo fundirse en la común argamasa del olvido, mientras Ernestina está siempre a mi lado, como una fuerza actuante de mi alma.