miércoles, 16 de abril de 2008

SOBRE OBISPOS Y POLITICA



















En la Tercera del Abc de hoy aparece el artículo de Don Manuel Ramírez, Catedrático de Derecho Político, que por su interés traemos aquí.

SOBRE OBISPOS Y POLITICA

Es bastante probable que, cuando pase al­gún tiempo y la historia (la única que tarde o temprano acaba siendo objetiva a la hora de enjuiciar acontecimientos huma­nos) aborde el tema de la campaña electoral que recientemente hemos vivido no tendrá más remedio que calificar como la peor habida en el desarrollo de nuestra democracia. Por más vueltas que le doy a mi memoria no recuer­do unos días con mayor cantidad de insultos, descalificaciones gratuitas y ataques pura­mente personales. De bochorno y vergüenza ciudadana. Porque, entre otras cosas, ocurre que esa inadecuada contienda electoral ha pro­ducido algo realmente peligroso: dar pie a que nuestra sociedad se convierta en una sociedad iracunda. Creo que no lo era hasta ahora. O, al menos, que no lo era de forma tan manifiesta. La absurda ira de los contendientes (yuso muy deliberadamente la palabra «contienda», en vez de «campaña») ha llegado al ciudadano me­dio. Y bien sabemos que la ira únicamente en­gendra ira. En la política y en la vida en gene­ral. Como en alguna anterior ocasión he seña­lado, temible derrotero en un país como el nues­tro tan dado a partir del «y tú más» ir al «lo tu­yo o lo mío» y acabar en «o tú o yo». Camino al terrible enfrentamiento que confunde voto con vida. Algún ejemplo cercano tenemos de lo que afirmo. Si la misión de todo político consis­te en, desde su inevitable postulado ideológico, buscar el bien de los ciudadanos y así lo re­cordaba el Rey en su último mensaje navideño, bien lejos de esa misión está la búsqueda y lo­gro del enfrentamiento.

Por lo dicho, no pensaba escribir nada sobre este tema y guardar silencio. Pero ocurre que el silencio también con frecuencia se convier­te en cómplice. Y los medianamente pensantes o ilustrados vienen obligados en estas ocasio­nes a exponer sus testimonios, por muy «políti­camente incorrectos» que estos puedan resul­tar y por muy poca aceptación que por lo de­más reciban. Y mira por dónde, el mejor ejem­plo de templanza y moderación lo encontré en la polémica intervención de Manuel Pizarro en el debate sobre la situación económica, aun­que luego fuera considerado perdedor. Parece que la sencillez y la experiencia no son sufi­cientes cuando las aguas andan tan revueltas.

Ciñéndome a lo que el título de estos párrafos demanda, creo que hay que partir de un supuesto previo. Cristo nace pobre y entre los hombres. Viene a predicar el nuevo manda­miento del amor y, ciertamente, su cumpli­miento se premiará en la otra vida. Pero no es menos cierto que Cristo convive con sus con­ciudadanos y les orienta en el buen camino. Ha­ce milagros. Convierte el agua en vino (¿hay al­go más terrenal?). Perdona a la pecadora castigada por la ley. Azota con fuerza a los mercade­res instalados en el templo. Promete el cielo a un ladrón también castigado con la cruz. Se en­frenta a los fariseos por su hipocresía. Y hasta, a pesar de ser considerado blasfemo por la ley vigente, proclama ser ¡Hijo de Dios! Y con todo esto mucho más, ¿qué otra cosa sino política es­tá haciendo nada menos que este hombre-Dios? Y aquello para entonces y para siempre. Su doctrina tenía que ser predicada por do­quier. Dentro y fuera de la Iglesia que instituye en la persona de Pedro. No únicamente en los templos, confesonarios o sacristías. No. Eso ya lo quiso nuestra ahora tan añorada Segunda República y así terminó. Predicar donde fue­ra. A todas horas y frente a quien fuera.

La actual conclusión es evidente. Los obis­pos y sacerdotes pueden y deben predicar lo que estiman verdad. En campaña electoral y fuera de ella. Y decir lo que les venga en gana y hasta a favor de quien mejor estimen. Como ha­cen los empresarios, sindicatos obreros, cole­gios profesionales y, si así lo estiman, clubes de fútbol o agrupación de toreros. Salvo en el uso de la violencia, en un Estado de Derecho to­do lo demás está permitido y hasta protegido. ¡Vayamos a que se pueda insultar a la constitu­cional Monarquía y quemar la bandera de Es­paña y los obispos no puedan mostrar su disconformidad con el aborto! Naturalmente, en todo lo dicho se parte de un principio de fe, de creencia. Y quienes no la posean (hasta la mis­ma Iglesia declara que es un don gratuito) pues a luchar por tenerla como hiciera el gran Unamuno o a no hacer el menor caso y en paz.

Pero lo que irrita muy especialmente son dos «argumentos» manejados en la reciente campaña. En primer lugar, otra vez al uso del inmediato pasado como arma arrojadiza: la co­laboración de la Iglesia con el régimen de Fran­co. Olvidando no pocas cosas. El carácter cató­lico, confesional de aquel régimen. La silencia­da persecución que la Iglesia (curas, monjas, conventos, jesuítas) sufre durante la Repúbli­ca: ¡miles de víctimas que ahora no aparecen en la desdichada Memoria histórica! Natural­mente, en el Movimiento vieron su salvación. Pero algo también olvidado. Cuando, tras el Concilio Vaticano y dos importantes Encícli­cas del buen Papa, son muchos los miembros de la Iglesia quienes empiezan a predicar sepa­ración de Iglesia y Estado, pluralismo en todos los sentidos, derecho a la libertad y a la partici­pación, cuando se toleran encierros de obreros en Iglesias, cuando ya se discrepa abiertamen­te del régimen autoritario. ¿Dónde estaban las voces que ahora condenan? Un único ejemplo: ¿sería del todo comprensible la transición sin el ejemplo y los discursos de Tarancón? Serie­dad, por favor. Y esto no supone que la Iglesia, en tanto que integrada por seres humanos, es­té exenta de errores o de influencias debidas a la misma evolución histórica (la Inquisición o el origen divino de un poder terrenal, como ejemplos). Lo que importa es el Evangelio y lo que su propio Magisterio declara como dogma.

La segunda gran estupidez también ha sido oída semanas atrás. La Iglesia debe guar­dar silencio porque no es democrática, sino teo­crática. Ya estamos de nuevo en la incoherente «democratización» de toda la sociedad. Por su­puesto que es teocrática porque la creó el mis­mo Dios a través de su Hijo y no la voluntad po­pular o el sufragio universal. La Iglesia está obligada a respetar la democracia establecida, pero su funcionamiento interno ni es, ni puede ser democrático. Tiene otro supuesto bien dis­tinto del que parte y la mantiene: la fe. Como no es democrático el funcionamiento del Ejér­cito. Ni se somete a sufragio de los asistentes el resultado de una prueba deportiva: aquí impe­ra la competitividad. Y los notarios consiguen la plaza a través de oposiciones y no por vota­ción

a segunda gran estupidez también ha sido oída semanas atrás. La Iglesia debe guar­dar silencio porque no es democrática, sino teo­crática. Ya estamos de nuevo en la incoherente «democratización» de toda la sociedad. Por su­puesto que es teocrática porque la creó el mis­mo Dios a través de su Hijo y no la voluntad po­pular o el sufragio universal. La Iglesia está obligada a respetar la democracia establecida, pero su funcionamiento interno ni es, ni puede ser democrático. Tiene otro supuesto bien dis­tinto del que parte y la mantiene: la fe. Como no es democrático el funcionamiento del Ejér­cito. Ni se somete a sufragio de los asistentes el resultado de una prueba deportiva: aquí impe­ra la competitividad. Y los notarios consiguen la plaza a través de oposiciones y no por vota­ción de sus familias. Y en el mundo de la cien­cia debe imperar el principio de la meritocra-cia. Mal camino cuando se estima que todo va­le o que todo debe votarse y por todos. Suele acabar en la pura demagogia. La democracia tiene su ámbito y romperlo supone el comienzo delfín. Piénsese un poco antes de airear desca­lificaciones que confunden al oyente y hasta a la misma democracia. Tema que requiere nue­va reflexión. Si Dios quiere, naturalmente.

MANUEL RAMÍREZ

Catedrático de Derecho Político