sábado, 3 de mayo de 2008

La Felicidad


La búsqueda de la felicidad
Sobre este tema escribe un artículo Carmen Posadas

La eterna

búsqueda

de la felicidad

La mayoría de los muchos libros que, según sus autores, nos ayudan a en­contrar la felicidad hace siempre una alusión admirativa y también agrade­cida a Thomas Jefferson. Como uste­des saben, él fue el responsable de que en la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos se incluyeran como dere­chos inalienables del ser humano «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Magnífica frase, sin duda, que debería ser la base de toda sociedad moderna, pero su última parte —«la búsqueda de la felici­dad»- ha creado un malentendido que, a mi modo de ver, resulta negativo. Primero, me gustaría decir que la búsqueda de la felicidad es un problema que preocupa sólo a sociedades que ya de por sí son bastante felices. Como es lógico, para quienes están penando por dar de comer a sus hijos o por evitar ser víctimas de la injusticia, de la enfermedad o de la muerte su meta es sobrevivir y no tienen tiempo de pensar en otra cosa. Para ellos, por tanto, la felicidad no es un fin, sino una consecuencia que se deriva de lo que les ocurre. En otras palabras, son felices porque ese día han logrado un pedazo de pan que llevarse a la boca o porque han evitado a sus hijos un gran peligro. En las sociedades ricas, en cambio, la felicidad es un fin. La mayoría de nosotros, cuando nos preguntan qué es lo que más desea­mos en esta vida, respondemos que ser felices. Y ser feliz en el mundo opulento está casi siempre relacionado con lo que tenemos y, más aún, con lo que tienen los demás. Antes, la comparación (casi siempre desfavorable) con lo que tenía el prójimo no era demasiado aplastante. Porque hasta hace poco, nosotros nos medíamos con nuestros pares y con las personas de nuestro entorno. Así, podía­mos pensar, por ejemplo, que éramos más o menos guapos, ricos o inteligentes que el vecino del quinto o que el farmacéutico de la esquina o que nuestro cuñado Pepe. En cambio, ahora, en la era de la infor­mación, no nos medimos con nuestros pares, tampoco con nuestros allegados. Nos medimos con lo que vemos en la tele y en el cine. Nos comparamos, por tan­to, no con la vecina del quinto, sino con Angelina Jolie; no con el farmacéutico de la esquina, sino con Bill Gates; y no con nuestro cuñado Pepe, sino con Philip Roth. Tal vez les parezca que exagero, pe­ro les aseguro que no demasiado. Es posi­ble que, conscientemente, nadie se mida con estos modelos inalcanzables, pero están ahí y esa sola circunstancia crea un nivel de exigencia personal y también de deseo que no es el que tenían nuestros abuelos. Por todo esto, a mi modo de ver, el hecho de que los librillos de autoayuda que tanto infestan nuestras vidas digan, parafraseando a Jefferson, que la felicidad es un derecho no hace más que añadir leña a la hoguera de nuestra insatisfac­ción. Consciente o inconscientemente, lo que esas publicaciones intentan hacernos creer es que la felicidad nos es debida, que la merecemos y que, en una sociedad abierta, está al alcance de todos. Para em­pezar, el primer error reside en una falsa interpretación de la frase de Jefferson. Él nunca dijo que tuviéramos derecho a la felicidad, sino a su búsqueda, lo que im­plica no una actitud pasiva, sino una muy activa. Por eso, que nadie espere que la felicidad le venga de fuera como un don divino; hay que currársela, como todo en esta vida. Después, está el asunto de las comparaciones. Otra de las falacias de la sociedad moderna es la de hacernos creer que podemos llegar a ser 'Alguien1, con mayúsculas. No, ni vamos a ser Angeli­na Jolie, ni Bill Gates ni Philip Roth; de modo que no vale la pena perder ni un momento de felicidad en eso. Y por fin está el tema más peliagudo de todos: el de que la felicidad está no en contar lo que uno no tiene, como hacemos todos en esta sociedad ricachona y caprichosa en la que vivimos, sino en contar preci­samente lo que sí tenemos. Porque ésa es la gran paradoja del ser humano: cuanto más tiene, más echa en falta aquello de lo que carece; y cuantas más carencias, más aprecia lo que tiene. Pequeñas compensa­ciones que hacen pensar que no todo es tan injusto en esta vida... ■

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XLSEMANAL 13 DE ABRIL DE 2008

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Depresion. Ketamina para combatirla


ketamina podría servir para tratar la depresión

Un estudio indica que la droga de diseño, también conocida como especial K, debilita con mayor rapidez que medicamentos como el Prozac el centro de las depresiones

Un grupo de científicos ha revelado que la ketamina, un fármaco conocido como anestésico veterinario y utilizado como alucinógeno, puede aliviar la depresión. El especial K, perteneciente a la categoría de las drogas de diseño, y que también puede causar sentimientos de indiferencia, podría allanar el camino a nuevos tratamientos para las personas que sufren depresión, según los investigadores.

El estudio, publicado en Archives of General Psychiatry, demostró que la ketamina restaura la actividad normal de la corteza orbitofrontal, un área del cerebro ubicada por encima de los ojos, cuyo hiperactividad en los depresivos les genera sentimientos de culpa, temor y aprensión según Bill Deakin, director de la investigación.

"Los resultados del estudio nos han brindado una manera completamente novedosa de tratar la depresión y un nuevo camino para entender la depresión", dijo Deakin, neurocientífico de la University of Manchester.

La depresión es una de las principales causas de suicidio y afecta a aproximadamente 121 millones de personas en todo el mundo, según la Organización Mundial de la Salud.

Anulación del centro de depresión

En su estudio, Deakin y su equipo administraron ketamina intravenosa a 33 voluntarios masculinos saludables y efectuaron controles cerebrales minuto a minuto para ver que sucedía a medida que el fármaco hacía efecto. Las imágenes cerebrales mostraron que la ketamina, también utilizada como anestésico en el campo de batalla, trabajaba rápidamente, manifestó Deakin.

Los resultados fueron sorprendentes porque los investigadores esperaban que el fármaco afectara la parte del cerebro que controla la psicosis, añadió el autor. "Hubo cierta actividad allí, pero más sorprendente fue la anulación del centro de depresión", dijo Deakin.

Investigaciones previas habían mostrado que la ketamina mejora los síntomas en las personas depresivas después de apenas 24 horas, lo cual supera el mes que tarda el Prozac en hacer efecto, pero hasta se desconocía el mecanismo de acción.

Tratamiento alternativo

Los últimos hallazgos dan a los investigadores un blanco específico para diseñar nuevos medicamentos y ofrecen esperanza a muchas personas que no responden al Prozac o a otros fármacos estándar, agregó Deakin.

El Prozac fue introducido en el mercado en 1987 por la farmacéutica estadounidense Eli Lilly and Co y pertenece a una clase de compuestos llamados inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina, que actúan regulando la presencia de neurotransmisores en el cerebro. Actualmente no tiene patente y está disponible como el genérico fluoxetina.

"Mucha gente no responde al tratamiento", declaró en una entrevista telefónica Deakin. "Este (descubrimiento) ofrece una vía potencial para tratarlos", concluyó el experto.

Pederastia. Cuando no es posible callar


Interesante artículo de Carmen Posadas sobre pederastia.

Cuando no es posible callar

De todo el terrible caso Mariluz hay un dato que me estremece especial­mente, el incomprensible papel que juega en la historia la mujer del pederasta Santiago del Valle. Ahora sabemos que ella fue testigo cómplice de los abusos conti­nuados que el individuo infligía a su hija de cinco años. Como el foco me­diático a menudo es estrecho y yo diría que también obtuso, prácticamente no ha habido cobertura de esta segunda infamia, excepto en un interesante ar­tículo de Virginia Rodenas. Gracias a él he podido saber que la actitud de la mujer de Del Valle no es en absoluto un caso aislado, sino que hay muchas historias negras de mujeres encubrido­ras.

Como en mi infancia yo tuve no­ticia directa de una situación parecida en la persona de mi mejor amiga, me ha sorprendido (y aterrado) la similitud que existe entre todos los casos. Lo primero que hay que señalar es el trá­gico pacto de silencio que rodea estas actitudes intolerables. Ni las víctimas, en este caso un niño o una niña, ni los hermanos, que casi siempre lo saben, ni tampoco la madre se atreven a ha­blar. ¿Las razones? En los dos primeros casos, la respuesta es fácil: el miedo y también la vergüenza. En el segundo, en cambio, los factores que intervienen son de índole más compleja. En el caso de mi amiga, yo fui testigo de cómo actuaba su madre. Era una mujer muy guapa, madre atenta y compresiva, per­teneciente a una familia convencional.

Mi amiga, como tantos otros niños, jamás se atrevió a confesarle la verdad más que a través de veladísimas alusio­nes, pero esta señora tenía una forma muy eficaz de despejar todas las insi­nuaciones. Consistía en hablar a me­nudo de la «calenturienta» imaginación de su hija. «Mariana es Antoñita la Fantástica, ni te imaginas las cosas que se le ocurren, seguro que va para escri­tora», decía, y derramaba sobre su hija y sobre mí una deliciosa sonrisa antes de proponer llevarnos al cine y a merendar.

Los psicólogos que estudian es­tos casos coinciden en señalar que tan voluntaria (y yo diría criminal) ceguera se debe a dos desgraciados fenómenos. Uno es la dependencia económica que en muchas familias las mujeres todavía tienen de los hombres. La segunda es que el hecho de reconocer que algo tan terrible está ocurriendo es tanto como reconocer que ella ha hecho algo mal. Que ha fracasado como madre, porque no ha sabido proteger a sus hijos. Que ha fracasado como mujer, puesto que su marido se fija en otra, nada menos que en su propia hija. Y, por fin, que ha fracasado como persona, porque su familia y su matrimonio son una farsa que todo el mundo descubrirá cuando se destape el escándalo. Los vericuetos de la mente son tan tortuosos que muchas veces llevan a las peores infamias.

Ahora que el asunto Mariluz ha puesto de relieve el terrible drama de la pederastia, no es superfluo seña­lar que más del ochenta por ciento de las agresiones sexuales a menores son cometidas por un familiar o conocido de la víctima. De aquéllas, únicamente el quince por ciento se da a conocer a las autoridades y apenas el cinco por ciento acaba en un proceso judicial. De ahí que lo peor sea el silencio. Al igual que en el caso de las mujeres maltrata­das, hasta hace poco lo que ocurría de puertas adentro se consideraba un «ca­so privado» en el que no había que me­terse, otro tanto ocurre con los abusos infantiles. Y no hace falta que se trate de abusos sexuales. Hablo también del bullying y de otras humillaciones que los niños sufren en silencio porque no se atreven a hablar puesto que está feo chivarse. Vivimos en una sociedad en la que siempre se ha desdeñado a los que van con el cuento. 'Chivato', 'soplón', 'delator', 'acusica'... hemos inventado multitud de palabras para describirlos, a cual más despectiva. Y, sin embargo, no siempre es posible el silencio, ni mirar hacia otra parte, ni decir no es asunto mío. En estos y en otros sucesos menos graves, a veces hay que implicarse.

Echando la vista atrás, yo también podría haber hecho algo por ayudar a mi amiga y nunca lo hice. Dondequiera que esté, espero que ese terrible secreto que ninguno la ayudamos a sobrellevar sea ya en su vi­da tan sólo una (aparentemente) lejana pesadilla.

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CHIKI - CHIKI


La verdadera misión del humor es reirnos de nosotros mismos.
Es lo que sostiene Juan Manuel de Prada en su bello artículo.

“CHIKI – CHIKI”

Estaba el otro día en un andén del metro, echán­dome unas risas con mi hija mientras ensayába­mos los cuatro movi­mientos del Chiki-Chiki (ya saben: el 'brikindans', el 'crusaíto', el 'maiquelyason' y el 'robocó'), a los que ella ha incorporado alguno de su cosecha. Entonces se me acercó un señor, entre consternado y perplejo, y me preguntó: «Pero... ¿es usted Juan Manuel de Prada?». A lo que yo contesté con un asentimiento. «¿Y cómo deja que su hija baile esa mamarrachada?» Con­fesaré que el rubor trepó a mis mejillas; ensayé una respuesta que era más bien un balbuceo: «Pues... hombre, la niña se divierte. Y yo... en fin, qué quiere que le diga... también me divierto». Esto último lo dije casi en un susurro, en ese tono entre confidencial y vergonzante con que reconocemos nuestras debilidades. «¡Pues vaya manera de divertirse! —se enfadó mi amonestador—. ¡Esa can­ción estúpida es una vergüenza para los españoles! ¿Es que no se da cuenta? ¡El mundo entero va a identificarnos con esa sandez!» Llegó en ese momento el metro que mi hija y yo estábamos esperando, inundando el andén con su estrépito, y la conversación quedó inte­rrumpida. Yo me quedé un poco mohí­no, pues no había hallado una respuesta que me sirviera de descargo ante mi anónimo interlocutor; pero, en el trayec­to hasta casa, mi hija consiguió que se disipara mi bochorno, diciéndome: «Pero si el Chiki-Chiki es una risa... ¿Por qué está mal reírse?».

Luego estuve dándole vueltas a esta pregunta. Los niños saben mirar el mundo con una clarividencia que nos ha abandonado a los adultos, también con una simplicidad que entra en la verdad de las cosas de un modo más ha abandonado llano y directo que todos nuestros abstrusos razonamientos. La canción del Chiki-Chiki es, desde luego, una memez; pero no creo que sea más mema que el noventa por ciento de las canciones que cantamos. Sólo que ese noventa por ciento de canciones que cantamos son memas sin saberlo, o peor todavía, memas de un modo engreído, infatuado de su propia memez: versitos melosos o campanudos; musiquitas pegadizas, etcétera; el Chiki-Chiki, en cambio, es asumidamente mema, hace de la memez —de nuestra propia memez- una parodia sin rebozo: la letra es arre­batadamente chusca, la música parece rescatada de una pachanga beoda, la coreografía que componen el humorista Chikilicuatre y sus bailarinas provoca una suerte de estupor lisérgico. Todo en ella es de una chapucería sin paliativos que en un adulto circunspecto puede provocar cierta indignación; pero creo que esa indignación es fruto de nuestra incapacidad para reírnos de nosotros mismos.

¿Y cuál es la misión del verdadero humor, sino reírnos de nosotros mis­mos? El humor más rudimentario y pringoso es el que se ríe del prójimo; el humor más elaborado tiende a reírse de nuestras propias lacras. La canción del Chiki-Chiki nos coloca ante un espejo deformante y nos obliga a asumir que somos así de horteras, así de casposos, así de botarates. Pero, además de enfren­tarnos a esta imagen poco complaciente de nosotros mismos, la canción del Chiki-Chiki ha conseguido agitar una especie de movimiento de terrorismo televisivo sumamente saludable. Su pro­motor, Andreu Buenafuente, merece por ello nuestro aplauso: la idea de presentar la candidatura del Chiki-Chiki al festival de Eurovisión constituye una de las bur­las más desinfectantes e ingeniosas que uno recuerde en la historia del medio televisivo; una burla realizada, además, desde dentro, acatando las reglas de juego impuestas por el medio, sacando partido de sus artimañas. Sólo por ello, Buenafuente debería ser recordado como uno de los más grandes humoristas de nuestra época. Porque lo suyo no ha sido una mera burla del festival de Eurovisión (uno de los cónclaves tradicionales de la caspa televisiva), ni una mera burla de los sistemas de votación popular introducidos en los últimos años en los programas de descubrimiento de presuntos talentos (Operaciones Triun­fo y demás morralla imitativa), sino una burla de mayor alcance, una burla oceánica que remueve los cimientos del medio, exponiéndolo —como a nosotros mismos- ante el espejo deformante de la caricatura. Después del Chiki-Chiki, la televisión ya no será la misma: de algún modo, la ocurrencia de Buenafuente ha servido como catalizador de una revuel­ta gamberra que obliga a la televisión a reírse de sí misma, a aceptar su propia memez engreída. ■

www.xlsemanal.com/prada www.juanmanueldeprada.com

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Cupón


Ayer conocí a Cupón

EL NOBLE CUPON

Cupón es un perro. Lo conocí ayer, en mi calle. Iba andando lánguidamente, con cansancio de años, a varios metros de su dueño.

Cuando me puse a la altura de Cupón me paré al mismo tiempo que el. El dueño se volvió a mirar atrás y le dije: “cómo nos cuesta andar a los mayores”. El dueño de Cupón sonrió haciendo gestos afirmativos. Le pregunté por la edad y el nombre de su perro. Le pusieron de nombre Cupón en recuerdo de los perros que empezaron a llevar los ciegos de Madrid, pues es parecido a aquellos. La edad de Cupón es 14 años, equivalente a una edad humana de 98 años.

El dueño de Cupón me dijo que no sufre, que tiene un tratamiento para que no tenga dolores, que es pacífico, no se queja nunca y se desplaza sin quejas. Descansa de vez en cuando.

Hoy, 3 de mayo de 2008, después de 24 horas de haberlo conocido recuerdo con cariño a Cupón. Por eso lo traigo a mi blog.