Dejen tranquila a nuestra lengua
BASTANTES problemas tiene nuestra asendereada lengua española (más en España que en América, la verdad) para que la metan en el quirófano y la sometan a delicadas operaciones en nombre de la igualdad. Pero esto es lo que leo que propone nuestro presidente. Bastantes problemas aguardan al niño en la vida para que, además de ellos y de la lengua común que hablamos todos, tengan que lidiar con un idioma especial, «el igualitario», lo llamaríamos.
En fin, creía que esa oleada había medio pasado. Recuerdo cuando bombardeaban a la Academia con propuestas de estas. Parecía que había escampado. Pero no.
Yo siempre vuelvo a los griegos. Recuerdo aquella anécdota que contaban los cínicos de Jantipa, la mujer de Sócrates. Aburrida de la cháchara de los filósofos bajo su ventana, les vertió encima un jarro de agua. Sócrates, imperturbable, comentó: llueve, ya escampará. ¡Pero no acaba de escampar! Y recuerdo cuando Protágoras, el sofista, quería a su vez introducir la igualdad en el lenguaje: «la artesa» era femenina en griego, pero terminaba en —os, él proponía terminarla en —a. «El gallo» y «la gallina» se las arreglaban con una sola palabra (como nosotros en el caso de «la zorra» o «el ratón»). Protágoras quería dos palabras. Era un feminista anticipado, pero su amigo Pericles no le hacía caso. En fin, perdonen tanto griego, pero no tengo la culpa. Los griegos eran incordiantes y lo anticiparon casi todo.
Y perdonen que vuelva al tema del género, que me aburre soberanamente. Pero me fuerzan a ello nuestro presidente y nuestras feministas. Lo sabemos todo del género, pero los igualitarios y las igualitarias saben poco. No saben, por ejemplo, parece, que los problemas del género no son solo del español, sino de casi todas las lenguas indoeuropeas de Europa (salvo las que lo han perdido, como el inglés). Y que el género no es solo sexo, cuéntenme qué sexo tienen «la silla» o «el banco». Y que no tiene una forma única, hay masculinos en —a («el poeta», «el astronauta»), femeninos en —o («la moto», «la Consuelito»).
Y que la lengua se las arregla perfectamente con una sola palabra para denotar el sexo masculino y el femenino: «el/la estudiante», «él/la poeta», «el/la juez«, «el/la médico». Claro que esto es lo que molesta a algunas (pero muchas mujeres se niegan a ser «la poetisa», «la médica»). Etc. ¡Valiente caja de Pandora, otra vez los griegos, han abierto!
Sobre todo: no hay por qué sacar siempre a la luz el sexo, esa diferencia que a veces no interesa. Hombres y mujeres somos iguales quizá en un 90 o 95 por ciento. ¿Quién nos obliga a marcar siempre el sexo? ¡Qué obsesión! Lo quieren atornillar cada vez más en la lengua. Vaya por Dios.
Y el género no es siempre sexo. Las marcas del género-sexo son irregulares, ya dije. E igual las del género-no sexo: «la mesa», «la nariz», «el banco», «el hombro», «el ordenador» nada tienen que ver con el sexo y carecen de marcas regulares.
Y a veces ni marcamos la diferencia sexual, no nos interesa. Decimos «el hombre» («los derechos del hombre»), «un niño» («la vecina ha tenido un niño», no conozco su sexo o no me importa), «los niños» (ignoramos su sexo o no nos interesa). E igual en la palabras epicenas, comunes a ambos sexos, como la del gallo y la gallina en griego o las españolas que cité.
En alemán «el niño» y «la señorita» son neutros. El sol es femenino y la luna masculino. Ya ven. Introduzcan la igualdad o la racionalidad.
Cierto, la sociedad evoluciona, en las lenguas la historia deja su huella. Se crean nuevos femeninos cuando el ambiente es propicio para ello. Hay «la presidenta» porque muchas mujeres presiden, la lengua, con el tiempo, toma nota. Pero no podemos hacer una cruda cirugía, imponer en todo el sexo, que de todos modos, cuando interesa, se marca por la concordancia («el juez»/«la juez», repito).
Y, a veces, adrede no se marca. Una palabra calificada de masculina abarca el conjunto hombre + mujer, como en los ejemplos que he dado. Y esto ahorra tiempo y palabras y olvida, intencionadamente, un rasgo que, a veces, carece de interés. ¿Vamos a decir «los funcionarios descontentos y las funcionarías descontentas declararon la huelga?».
Lo que irrita a algunas, parece, es que ciertos masculinos se usen para designar a mujeres o no las distingan de los hombres. Déjenme un poco de erudición, por favor.
Las lenguas indoeuropeas, de las que vienen casi todas las de Europa (y el Irán y la India), carecían en fecha muy antigua de género. O mejor dicho, tenían un género animado (¡seres vivos, sin distinción de sexo!) y otro inanimado. Así en lenguas anatolias antiguas como el hetita. Luego, en el tercer milenio antes de Cristo, se inventó el femenino (para mujeres, animales hembra, árboles, ríos). La forma antigua, previa a ese invento, se hizo, a veces, por contraste u oposición, masculina: otras continuó siendo indiferente.
El «masculino» usado para mujeres o seres hembras es, simplemente, una continuación de ese uso neutro o indiferente. Lo hay en latín, del que venimos, y en todas partes. No es un insulto. Es un resto de la antigua indiferencia pregenérica, presexual. Hay en estas palabras un uso masculino y un uso neutro, que vale para hombres y mujeres, para todas y todos.
Esa es la cuestión. Ese tema del género no es solo del español. Lean, aprovecho un poco para incluirme en la bibliografía con el libro que acabo de publicar, «Historia de las lenguas de Europa». No nos acomplejemos por el dichoso género, irregularidades semejantes pululan en muchísimas lenguas. No todo es sexo en ellas y el sexo se distingue o no y lo hace de mil formas. Insisto.
No hay regularidad formal para marcar el sexo o el género en general, insisto: la —a final es con frecuencia femenina (con sexo o sin él), pero no siempre. Y la —o final es con frecuencia masculina (con sexo o sin él), pero no siempre. ¿Vamos a prohibir las irregularidades, los verbos irregulares, por ejemplo? Las hay en cualquier lengua.
¿Vamos a descuartizar la nuestra, a coserla luego, quizá a embalsamar el engendro? ¿Y solo en el género o en caprichos mil?
Ya sabemos de las minorías que nos pedían violentamente que expulsáramos del Diccionario palabras que no les gustaban. Pero existen.
¿Vamos a torturar al niño con esta obsesión del género mal entendido, del sexo en realidad, a torturarnos a nosotros? Señoras, Señor Zapatero, paren, paren. Tenemos una lengua y con ella hemos vivido y hemos de vivir. Marca el sexo cuando lo marca y ello de diversas maneras. O de ninguna. En fin, las lenguas y los seres humanos estamos llenos de irregularidades —y de genialidades. Hay sexo y no sexo, igualdad formal y desigualdad formal. Las lenguas no son pura racionalidad igualitaria. Y tienen grandes, inmensas virtudes para expresarnos a nosotros, para expresar al mundo. Como las tienen los seres humanos (sin distinción de sexo).
Sólo pido a los gobernantes y a quienes se creen poseedores (el masculino incluye a todas y todos, qué cómodo) de la verdad y buscan que los primeros la impongan, que no inventen dogmas por falta de información y sobra de prejuicios. Que no fuercen igualdades irracionales que llevan a desigualdades. ¡Sexo y más sexo, incluso cuando no hace falta! ¡Regularidad formal cuando tampoco la hace! Que nos dejen vivir con nuestra lengua.
Es la que tenemos y es grande. Ni es una cuadrícula regida por racionalismos e igualitarismos infinitamente criticables, ni ofende a nadie. Como es, nos basta.
Y no torturen al niño con tonterías. Ni rompan la lengua española.
FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS (Publicado en la 3ª de ABC el 2 de Marzo de 2008)
De las Reales Academias Española y de la Historia