martes, 1 de abril de 2008

DON JUAN, 15 AÑOS

Don Juan, 15 años

Alfonso Ussía | La Razón, 1 de Abril de 2008

Hoy se cumplen quince años del fallecimiento en Pamplona del Rey que lo dio todo y nunca tuvo nada, Don Juan de Borbón, el Juan III de las esperanzas democráticas durante el franquismo. Veinte días antes de su muerte, los doctores Rafael García Tapia y José Azanza, su enfermera alavesa Teresa Espadas, y todos los que acompañaron hasta el final al gran marino agonizante, esperaban sólo eso, y nada menos que eso, el descanso de quien se enfrentó con más coraje a un tumor cruel y humillante, al que mantuvo en su sitio, con la ayuda de sus médicos, durante más de diez años.

La habitación 601 de la Clínica Universitaria de Pamplona, contaba con un pequeño salón adyacente. Ahí, en una butaca, durante las horas del día, aguardó Don Juan durante meses, con alto humor, mayor dolor, plena resignación y sin dejar entrever su desesperanza, la llegada de la muerte. A su izquierda, un aparato de televisión que apenas se encendía. Colgaban de las paredes un dibujo que le envió Antonio Mingote y su nombramiento de Capitán General Honorario de la Armada Española. Fotografías de los suyos. La Virgen del Carmen y la Virgen del Pilar. La Estrella de los mares y la Patrona de España. Unos amigos, muy bien intencionados que pasaron por Pamplona después de una estancia en Francia, le llevaron una imagen de la Virgen de Lourdes. Don Juan agradeció de corazón el detalle, pero cuando se fueron, le pidió a Jesús, su inseparable y leal mayordomo, que la retirara. «Al lado de la del Pilar y la del Carmen, no tiene nada que hacer».

Cuando el Rey, su hijo, acudía a visitarlo, Don Juan sacaba fuerzas de donde no había y lo esperaba en el vestíbulo de la planta, de pie, ante la puerta del ascensor. Era su hijo y era el Rey, y Don Juan cumplía con las normas a rajatabla. En Pamplona hizo sus últimas declaraciones institucionales después de muchos años de silencio. Los periodistas de «El Diario de Navarra» Javier Errea y Santi Mendive fueron los afortunados. «El dolor físico es más llevadero que el moral»; «Veo a España mal, algo desgarrada y con su unidad amenazada»; «A mí España no me debe nada. La he dado lo que he podido»; «He visto siempre a los navarros como un pueblo muy español y lleno de hombría de bien, y me apena ver que en estos momentos algunos están cambiando y me disgusta la mezcla ‘abertzale’»; «Me hubiera gustado ser Rey de todos los españoles. Fue mi vocación para la que me educaron y para la que viví, pero renuncié plenamente porque era para el bien de España»; «Mi vida se ha dedicado completamente a España y con sumo gusto volvería a repetir todas las decisiones que he tenido que adoptar»; «Soy una persona católica practicante y profundamente creyente, con una devoción mariana acentuada»; «No me ha tratado injustamente la Historia. Encuentro que no. En la Historia de cualquier nación siempre se producen situaciones que no son bien entendidas por la pasión del momento. El fin último, es el bien de la Patria».

Patriota, Rey completo metido en el corpachón de un hombre bueno, marino, generoso, valiente y digno hasta el final. Le robaron cuarenta años de vida en España y lo perdonó todo. Soportó el dolor físico con una sonrisa permanente y el moral con la firmeza de un roble. El Panteón de los Reyes espera sus restos. Su ejemplo, quedó entre nosotros.

ANIVERSARIO DEL FALLECIMIENTO DE JUAN PABLO II


Mañana, 2 de Abril de 2008, es el tercer aniversario del fallecimiento de Juan Pablo II. Como homenaje a tan insigne figura de la Historia de la humanidad, traemos un artículo de Antonio Burgos sobre la presencia del viento y las quencias el dia de su sepelio.




"Está arriba, como un reloj de sol para medir siglos de Cristiandad, la cúpula de San Pedro. Hay dos columnas corintias de un mármol gris y frío como la mañana funeral. Entre ellas, un dosel de terciopelo rojo que abre en sus cortinajes a la lejana penumbra de un interior basilical. Un tapiz proclama la Resurrección. Y al pie de esas dos columnas, bajo ese dosel, bajo el hilado retablo del Resucitado, dos macetones con dos quencias. No cipreses de Roma, no mirto, no acanto como el que se hace voluta de mármol en los capiteles de esta solemnidad de columnata y plaza, de urbe imperial y orbe católico, hablada en latín, que es la lengua materna de Dios.

Son dos queridas, cercanas, familiares quencias. Había unas quencias así en el patio de sombras y cánticos de aquel colegio del catecismo de Ripalda: ¿sois cristianos?, sí, por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Las quencias de la Plaza de San Pedro, en esta mañana funeral, tienen algo de patio de columnas del viejo colegio, junto a la capilla de estos mismos velos negros, estos mismos silencios de postrimerías. Este Papa al que ahora enterramos, que ahora pasa con los pies por delante en una caja de ciprés, conocía esas quencias. Sus hojas, como manos abiertas, traen ahora el recuerdo de sus viajes, convertidas las sandalias del pescador en botas de siete leguas de viejo montañero de los Ocho Mil de la Verdad, de la Fe, de la Moral, de la Justicia. Juan Pablo II vio esas quencias en Sevilla. Quizá estas mismas dos quencias. Quizá las han mandado las Hermanas de la Cruz desde aquella casa de la calle Alcázares donde nació Fernando Villalón, que luego Sor Ángela de la Cruz convirtió en celestiales islas del Guadalquivir donde se fueron las monjas que al cielo quisieron ir. ¿O han venido esas dos quencias desde La Habana, desde la plaza de la Catedral, desde el patio de aquel palacio virreinal con apeadero de adoquines de caoba? ¿Serán de Santiago estas quencias, tierra soberana donde el Papa predicó el son de la libertad? ¿Serán del Viejo San Juan, quencias de horizontes de coquí, de esquinas con cañones de bronces y cuestas de bruñidos adoquines, azules como la mar? ¿O serán dos quencias de Ciudad del Cabo, hermanas de la jacaranda, del flamboyán, del árbol de la fiebre? ¿O son de un Brasil de favela y liberación? Esas dos quencias son ahora el símbolo de todas las tierras del mundo que Juan Pablo II recorrió, desde esta solemnidad exequial de mármol y gregoriano.

Doce sediarios lo sacaron por entre las dos quencias que movía el viento. Una caja de ciprés. Yo conozco esa madera. Es un ataúd que tiene sus raíces en la tierra y apunta al cielo de la santidad. Como el ciprés de Silos. Dejan ahora esa caja en el suelo. Ya están, a solas, el Papa y el viento. El viento que mueve estas quencias revuelve ahora todos los colores de la Plaza de San Pedro. La mantilla negra de la peina baja de la Reina de España. El rojo de las púrpuras cardenalicias. El morado episcopal. El blanco de roquetes presbiteriales. Las azules, blancas, tocas monjiles. El rojo y el blanco de las banderas polacas. Los penachos de los guardias suizos. Las capas de los patriarcas ortodoxos. Viento de la Cristiandad, viento de la verdad. Los cuatro vientos por los que el Papa peregrino predicó la Verdad han guardado también muchos días de cola y están ahora en la Plaza de San Pedro. Si el tiempo también pinta, el viento también reza. Reza el viento en esta mañana de San Pedro, con el silencio del homenaje, agitando púrpuras, dorados, negros, grises de los aplausos y la impaciencia: «Santo subito».

El viento es el caballo sin jinete que marcha tras su señor en la hora del entierro. El Papa, jinete de los cuatro vientos, recorrió los cuatro puntos cardinales y los cuatro elementos de la tierra para dar testimonio del Evangelio. Cuando entierran a los reyes, marchan sus caballos sin jinete tras un armón de artillería, con gualdrapa negra. Ahora que está en esta caja de ciprés de Silos el rey de la Cristiandad, aquí viene su caballo, con la gualdrapa de luto del cielo de pizarra. Es el viento. Sobre la caja de ciprés han colocado un libro. El Libro por antonomasia. Abierto. Así hablaba el Papa, como este libro abierto. El Papa era este libro de la Verdad, ahora abierto sobre la madera de ciprés de su caja. Y su jinete, el viento, pasa las hojas de ese libro.

¿Está el viento agitando las hojas del Evangelio o está pasando las páginas de la vida de un santo? Quizá sea el libro de la vida de Juan Pablo II. Porque ahora, sin saber cómo, ojeadas todas sus hojas, el viento ha cerrado ese libro. Queda sobre la caja un libro cerrado por el viento. Cerrado por el caballo del jinete de la verdad.

Y ahora el viento agita otra vez las dos quencias, cuando de nuevo los doce sediarios han tomado en hombros el ataúd, cuando ya han pasado los cuatro elementos: el aire que cerró el libro; el agua que roció la caja; el fuego que trasminó de incienso de bendición esta tierra en la que hunden sus raíces las dos quencias antillanas, las dos quencias andaluzas, las dos quencias africanas, las dos quencias. Por entre ellas se llevan al Papa que vio la quencia del convento de Sor Ángela, que vio la quencia del palacio de los gobernadores de La Habana, que vio la quencia de los derechos humanos pisoteados en Ciudad del Cabo. Ya sé qué habré de poner cuando pida la mediación de Papa que todo el mundo en general, a voces, proclama santo cuando aplauden su caja de ciprés. Le pondré el recuerdo del viento de la verdad y de la libertad agitando las hojas de la hermosura de tristeza antigua de una quencia".

El viento y las quencias. Antonio Burgos