Juan Manuel de Prada publica en el XLSemanal de hoy un interesante artículo sobre anacronismos.
ANACRONISMOS
Leo –y mientras lo hago, tengo la impresión de estar padeciendo los efectos de un empacho lisérgico– que una asociación que se proclama «legítima heredera» de los templarios interpuso en un juzgado de primera instancia de Madrid una demanda contra el Papa Benedicto XVI, reclamando la rehabilitación de la Orden del Temple, así como una indemnización de cien mil millones de euros. Tan peregrina demanda fue inadmitida a trámite; pero los sedicentes herederos templarios han presentado ante la Audiencia Provincial de Madrid un recurso que se resolverá en apenas unas semanas. La noticia, que parece urdida por un gacetillero ocioso en plena resaca de anisete, ha sido divulgada por la prensa aprovechando la carestía informativa estival; y aunque, en general, el tratamiento que se le ha dispensado ha sido más bien festivo o condescendiente –acorde con el pintoresquismo de la reclamación–, el mero hecho de que tamaño dislate haya trepado a los titulares de los periódicos nos sirve para ilustrar el grado de confusionismo pachanguero que triunfa en nuestros días. Confusionismo en el que el hartazgo de lecturas danbrownescas y el anticlericalismo más esperpéntico se dan la mano, tan felices de haberse conocido; y, sobre todo, tan felices de haber hallado en la credulidad desquiciada de nuestra época –ya se sabe que, cuando se deja de creer en Dios, se empieza a creer en cualquier cosa– su mejor caldo de cultivo.
La pretensión de estos sedicentes herederos de la Orden del Temple desafía cualquier criterio de racionalidad jurídica. Siguiendo su abracadabrante ejemplo, mañana la comunidad sefardita podría interponer demanda contra el Estado español, reclamando que le sean restituidas las propiedades que tuvieron que abandonar sus antepasados hace cinco siglos; o los descendientes de los dacios que hace dos mil años fueron sojuzgados por Roma podrían exigir al Estado italiano una indemnización que los compensase por el daño infligido a las mujeres de su pueblo, concienzudamente violadas por los legionarios invasores. Pero, aunque la reclamación jurídica sea rocambolesca, nos puede servir para reflexionar sobre la delirante propensión de nuestra época a enjuiciar los acontecimientos del pasado desde perspectivas contemporáneas (esto es: anacrónicas). Propensión que no sólo afecta a cachondos y tarambanas que se creen custodios de las esencias de la orden templaria, sino también a individuos que gozan de cierto predicamento, e incluso –¡o sobre todo!– a nuestros gobernantes.
Pruebas de esta propensión anacrónica las tenemos por doquier: ahí tenemos a los sociatas convencidísimos de que la Guerra Civil fue un «conflicto entre fascistas y demócratas» (siendo ellos, of course, los «herederos legítimos» de los demócratas a ultranza); y a los peperonis encantadísimos de creer que la Guerra de la Independencia supuso el «nacimiento de la nación española», bajo los auspicios del liberalismo (siendo ellos, of course, los «herederos legítimos» de esos liberales fundanaciones). Cualquier debate televisivo de actualidad en el que se aborde algún asunto eclesiástico incorpora a un botarate que aduce, como prueba de la incapacidad de la Iglesia para «amoldarse» a los tiempos, el rechazo que en su día mostró a las teorías de Galileo. Cuando lo cierto es que dicho rechazo más bien demostraría que se «amoldaba» a los tiempos, pues las teorías científicas que en tiempos de Galileo triunfaban –las teorías pacífica y unánimemente aceptadas– eran las que formularon Aristóteles y Ptolomeo; y entonces la transmisión del saber exigía una férrea adhesión al criterio de autoridad (hoy ocurre exactamente lo contrario, con resultados al menos igual de deplorables). Pero la propensión anacrónica, jaleada por el confusionismo rampante, enjuicia el caso de Galileo con los ojos de nuestra época y se queda tan pancha; incluso ha logrado que Juan Pablo II pidiera disculpas en nombre de la Iglesia por haber rechazado hace cinco siglos las teorías de Galileo. Que es como si mañana el Colegio de Médicos de Albacete pidiera disculpas por haber recomendado, allá en la Edad Media, la sangría como panacea contra todas las enfermedades.
Los acontecimientos pretéritos sólo pueden ser enjuiciados conforme a las circunstancias del momento en que se produjeron; y, por lo tanto, sólo pueden enjuiciarlos quienes conocen tales circunstancias. Pero nuestra época ha hallado en el anacronismo la expresión más orgullosa y desenfadada de eso que los antiguos llamaban `la soberbia de los ignaros´. Tras la reclamación de los templarios, llegará la de las vírgenes vestales.