domingo, 17 de agosto de 2008

ANACRONISMOS




Juan Manuel de Prada publica en el XLSemanal de hoy un interesante artículo sobre anacronismos.


ANACRONISMOS

Leo –y mientras lo hago, tengo la impresión de estar padeciendo los efectos de un empacho lisérgico– que una asociación que se proclama «legítima heredera» de los templarios interpuso en un juzgado de primera instancia de Madrid una demanda contra el Papa Benedicto XVI, reclamando la rehabilitación de la Orden del Temple, así como una indemnización de cien mil millones de euros. Tan peregrina demanda fue inadmitida a trámite; pero los sedicentes herederos templarios han presentado ante la Audiencia Provincial de Madrid un recurso que se resolverá en apenas unas semanas. La noticia, que parece urdida por un gacetillero ocioso en plena resaca de anisete, ha sido divulgada por la prensa aprovechando la carestía informativa estival; y aunque, en general, el tratamiento que se le ha dispensado ha sido más bien festivo o condescendiente –acorde con el pintoresquismo de la reclamación–, el mero hecho de que tamaño dislate haya trepado a los titulares de los periódicos nos sirve para ilustrar el grado de confusionismo pachanguero que triunfa en nuestros días. Confusionismo en el que el hartazgo de lecturas danbrownescas y el anticlericalismo más esperpéntico se dan la mano, tan felices de haberse conocido; y, sobre todo, tan felices de haber hallado en la credulidad desquiciada de nuestra época –ya se sabe que, cuando se deja de creer en Dios, se empieza a creer en cualquier cosa– su mejor caldo de cultivo.

La pretensión de estos sedicentes herederos de la Orden del Temple desafía cualquier criterio de racionalidad jurídica. Siguiendo su abracadabrante ejemplo, mañana la comunidad sefardita podría interponer demanda contra el Estado español, reclamando que le sean restituidas las propiedades que tuvieron que abandonar sus antepasados hace cinco siglos; o los descendientes de los dacios que hace dos mil años fueron sojuzgados por Roma podrían exigir al Estado italiano una indemnización que los compensase por el daño infligido a las mujeres de su pueblo, concienzudamente violadas por los legionarios invasores. Pero, aunque la reclamación jurídica sea rocambolesca, nos puede servir para reflexionar sobre la delirante propensión de nuestra época a enjuiciar los acontecimientos del pasado desde perspectivas contemporáneas (esto es: anacrónicas). Propensión que no sólo afecta a cachondos y tarambanas que se creen custodios de las esencias de la orden templaria, sino también a individuos que gozan de cierto predicamento, e incluso –¡o sobre todo!– a nuestros gobernantes.

Pruebas de esta propensión anacrónica las tenemos por doquier: ahí tenemos a los sociatas convencidísimos de que la Guerra Civil fue un «conflicto entre fascistas y demócratas» (siendo ellos, of course, los «herederos legítimos» de los demócratas a ultranza); y a los peperonis encantadísimos de creer que la Guerra de la Independencia supuso el «nacimiento de la nación española», bajo los auspicios del liberalismo (siendo ellos, of course, los «herederos legítimos» de esos liberales fundanaciones). Cualquier debate televisivo de actualidad en el que se aborde algún asunto eclesiástico incorpora a un botarate que aduce, como prueba de la incapacidad de la Iglesia para «amoldarse» a los tiempos, el rechazo que en su día mostró a las teorías de Galileo. Cuando lo cierto es que dicho rechazo más bien demostraría que se «amoldaba» a los tiempos, pues las teorías científicas que en tiempos de Galileo triunfaban –las teorías pacífica y unánimemente aceptadas– eran las que formularon Aristóteles y Ptolomeo; y entonces la transmisión del saber exigía una férrea adhesión al criterio de autoridad (hoy ocurre exactamente lo contrario, con resultados al menos igual de deplorables). Pero la propensión anacrónica, jaleada por el confusionismo rampante, enjuicia el caso de Galileo con los ojos de nuestra época y se queda tan pancha; incluso ha logrado que Juan Pablo II pidiera disculpas en nombre de la Iglesia por haber rechazado hace cinco siglos las teorías de Galileo. Que es como si mañana el Colegio de Médicos de Albacete pidiera disculpas por haber recomendado, allá en la Edad Media, la sangría como panacea contra todas las enfermedades.

Los acontecimientos pretéritos sólo pueden ser enjuiciados conforme a las circunstancias del momento en que se produjeron; y, por lo tanto, sólo pueden enjuiciarlos quienes conocen tales circunstancias. Pero nuestra época ha hallado en el anacronismo la expresión más orgullosa y desenfadada de eso que los antiguos llamaban `la soberbia de los ignaros´. Tras la reclamación de los templarios, llegará la de las vírgenes vestales.


LA LENGUA ESPAÑOLA





Don Francisco Rodriguez Adrados

en la tercera del ABC de hoy

escribe el siguiente artículo

El Gobierno y la lengua española

FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS, DE LAS REALES ACADEMIAS ESPAÑOLA Y DE LA HISTORIA

Domingo, 17-08-08

CUALQUIERA que lea las informaciones procedentes del Gobierno, leerá mucho de muchas cosas, pero menos de los problemas que a la lengua española crean ciertas Autonomías. Pero, inevitablemente, el nombre de España, que se prefería sustituir por eufemismos, se va filtrando en el público. «España» y no otra cosa gritan los futboleros, los del tenis y los demás. Y un Manifiesto que ha tenido merecido eco (le auguro más) habla sin complejos de «la lengua común de España». Esto empecé a decirlo yo hace tiempo, en vez de «lengua oficial»: es oficial porque es común.

Toda gran nación tiene una lengua común, del origen que sea. He escrito un libro sobre esto. La nuestra es el español. Pero al Manifiesto los medios oficiales y políticos le han prestado el silencio. El público, mucha atención.

Los hechos son innegables. Cada día aparece en los medios más información sobre los que se resisten a que sus hijos estudien en vasco y los envían a Francia, sobre las nuevas leyes catalanas, sobre las multas por anunciar en español, sobre el tener que chamullar el catalán o el gallego para opositar aunque sea a lo más ínfimo. Y se publican cada día estadísticas sobre el rebaje del nivel de la enseñanza, sobre que más del 50 por ciento querrían que se centralizara. Sobre el increíble retraso del Tribunal Constitucional. Etc., etc.

Esto ya lo sabíamos o imaginábamos, pero era como el rey que no tenía camisa, ahora se le hacen fotografías de todos modos. Salen en ellas aspectos no solo míticos, también económicos y políticos del asunto. Doscientos millones para el eusquera, hablado por el 11 por ciento de la población. Concursos a plazas de médicos quedan desiertos, por ejemplo, en Cataluña: los profesionales de fuera no quieren ir. La discriminación del español ha creado un problema para todos.

Gravísimo problema, mucho más que el de que Chaves se cabree o bromee. Y llevamos ya muchos gobiernos que nada hablan de él, Esperanza Aguirre intentó algo y ya vieron. «Aquí no pasa nada», es la frase, la usa hasta la delegada del PP en Cataluña. Y vaya si pasa.

Y hay las guerras entre las lenguas minoritarias. Por ejemplo, para los catalanistas el valenciano es catalán. Sí, claro, en el origen, pero no hoy socialmente, lean nuestro Diccionario. Recuerdo que una vez fui a Palma al Congreso de la Sociedad Española de Lingüístas y llegué tarde por eso de los aviones: los catalanistas ya habían dado de comer a algunos colegas y les habían arrancado aquéllo. Yo lo anulé y puse un papelito, que los que lo quisieran lo firmaran. Íbamos a un Congreso, no a hacerles propaganda.

Poco después -y olvido otras anécdotas-, yo daba una conferencia en Mahón, en español y de mis temas. ¡Tuve más público que Carod-Rovira, que hablaba al tiempo en catalán y de los suyos! Peor aún, en un informe a la Academia de la Historia critiqué eso de quitarle a Mahón su -h- etimológica, pío pío de los catalanistas y sus seguidores socialistas. No volvieron a llamarme a las islas. Viva la libertad de expresión.

Paro aquí, callo. Pero no termino. El pasado 12 de julio -y de ello habló ABC- hice una propuesta a la Academia Española: que se dirigiera al Gobierno pidiéndole que insistiera ante las Autonomías en que «cualquier ciudadano español y en cualquier lugar de España y en cualquier circunstancia estuviera autorizado a usar la lengua común española y a ser contestado en la misma». Tras tres jueves de intenso debate, mi propuesta no fue aprobada. Que había que hacer algo, decían algunos, pero quizá la Academia no era el órgano adecuado y aquello era peligroso, que la Academia había sido atacada hace no sé si 15 años por un escrito semejante.

Tampoco fue rechazada mi propuesta: sólo aplazada, quedó para octubre, ya oirán hablar de ello. No retrocedo. Fue lástima que el honor que yo ofrecía a la Academia, ser la primera, quedara entre dudas. Sí, todo es peligroso en la vida si se quiere hacer algo. También es peligroso no hacer nada. Veremos. El ambiente del español mejora a ojos vistas. Llegará el momento en el que el Gobierno o las Cortes o el Constitucional o el Defensor del Pueblo o las Academias o quien sea tendrá que hacer algo en una situación intolerable, única en el mundo. Sería deshonroso lo contrario. Esperemos a octubre.

Tantos españoles parece que nada quieren saber de España. «Es demasiado tarde», me dijo alguien. Pero algo va cambiando, nunca es tarde para las cosas justas. Para decir la verdad. «Amigo es Platón, más la verdad», dijo Aristóteles.

España, la España de romanos y godos y cristianos y de la nación moderna se ve mejor cuando salimos fuera. Desde América, incomprensible sin España, como ésta lo es sin ella. Ahora mismo acabo de ver en ella nuestro lujoso románico, llevado desde Segovia y otros sitios, en The Cloisters. Y España se ve en Países Bajos. Y en Italia, Grecia, donde están nuestras raíces. Y en cualquier sitio a donde van nuestros futboleros, nuestros mejores embajadores hoy.

Vengo de la isla de Samos, en el Egeo: los samios fueron, con Coleo, en el 638 a. C. si no recuerdo mal, los descubridores de España. Vinieron luego griegos, romanos, los demás: por todo Oriente están Trajano, Adriano y tantos otros. Pues bien, un samio que se había movido por Tartesos dedicó a Hera, la diosa guerrera (tampoco estas son invento nuevo) un peto de caballo en bronce con Gerión, el monstruo de las tres cabezas, vencido por Hércules, se puede ver en el Museo. Por Hércules, el que levantó las Columnas y sostuvo el cielo, el que se llevó, golosamente, no sólo las vacas de Gerión, también las manzanas de oro del jardín de las Hespérides.

O sea: griegos y romanos, hicieron de nosotros una nación. Esa nación existe.

Pero es mal tratada como tal nación. Porque no sólo tiene, junto a otras lenguas particulares, muy dignas de respeto, una lengua general maltratada, igual que su literatura, siempre en rebaja. También tiene una historia. Y una tradición, todo maltratado en los planes de enseñanza. Vean, vean lo que escribí en ABC en marzo de 2007 sobre el plan que expone el BOE para la ESO. Las cosas importantes hay que repetirlas.

No hay propiamente en esos planes Historia de España. Hay cosas generales, pero no la unidad de España bajo los godos, ni la invasión musulmana, ni la reconquista. Ni una visión clara de su unificación bajo los Reyes Católicos ni del papel de España al lado del Imperio Romano-Germánico, ni apenas de la conquista de América. Todo vago, confuso, lejano. Parece como si nuestro país sienta vergüenza. Hay que salir fuera, mirar desde fuera, para saber lo que fue y significó España, significa todavía. Porca miseria.

Y no voy a abrumarles con mi gran tema en ABC: el tema de las lenguas clásicas, que formaron nuestra cultura y la de Europa y que, desde el 70, van en picado con unos y otros gobiernos. Ya los partidos ni las citan. Resistimos, tenemos a nuestro lado gente entusiasta, siempre es posible un cambio que ponga las cosas en su sitio. Ahora, cuando voy a Múnich a una reunión sobre el Thesaurus, la gran empresa latina internacional, casi callo por vergüenza.

Y en tanto aquí seguimos haciendo, entre otras cosas, el Diccionario Griego-Español, el más grande y al día del mundo. Para el futuro y para todos, intentamos no perder la esperanza.

Algún remedio llegará. El más urgentemente necesario, ahora, es el que está pidiendo a gritos la lengua española. En favor de todos. Sus obcecados, arbitrarios enemigos, son los que más tienen que perder.

FRANCISCO RODRÍGUEZ ADRADOS

de las Reales Academias Española y de la Historia

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OCEANOS SOBRE LA MESA














Arturo Pérez - Reverte publica en el XLSemanal de hoy un bello artículo sobre barcos a escala, sin un solo taco.


OCEANOS SOBRE LA MESA O EL LADO BUENO DEL CORAZÓN HUMANO

Me gustan mucho los modelos de barcos a escala, y durante cierto tiempo los construí yo mismo. Algunos siguen en casa, en sus vitrinas: un bergantín de líneas afiladas como las de un cuchillo, una elegante urca llamada Derflinger, el Galatea, el Elcano, el San Juan Nepomuceno, la Bounty –naturalmente– y algún otro. También hay medios cascos barnizados en sus tableros, un gran modelo de arsenal del navío Antilla que usé para la novela Cabo Trafalgar, la sección transversal del Victory con palo mayor incluido, y un diorama, con todos los accesorios y las portas abiertas, de la batería inferior de una fragata de 44 cañones. Aunque conozco cada uno de esos barcos de memoria, sigo contemplándolos con extremo placer, recreándome en sus detalles mientras recuerdo las muchas horas pasadas con ellos; la lentitud del trabajo minucioso y paciente, lijando tracas, curvándolas húmedas con el calor, clavándolas en las cuadernas, modelando las piezas de cubierta, tejiendo de proa a popa la complejatelarañadelajarcia.

Hacer aquello no era sólo realizar un trabajo artesano y ameno, sino también, y sobre todo, navegar por los mares que habían surcado esos barcos. Suponía moverse con la mente por los libros, los paisajes y las historias de las que eran protagonistas. Borrar el resto del mundo, distanciándolo hasta olvidarme de él por completo. Recuerdo la paz de tantas noches, de tantas madrugadas entre café y humo de cigarrillos, cuando aquellas maderas, cabos y velas que tomaban forma entre mis dedos cobraban vida propia, se enfrentaban en mi cabeza a los vientos, las corrientes y los temporales. Y el orgullo intenso, extremo, tras meses de trabajo, de anudar el último cabito o dar la pincelada definitiva de barniz y retroceder un poco, quedándome largo rato inmóvil para contemplar el resultado final. Y qué curioso. Siempre tuve unos dedos torpes e inhábiles para el bricolaje. Soy lo más patoso del mundo: incapaz de dar cuatro martillazos a un clavo sin aplastarme un dedo. Y ya ven. Ahora miro esas maquetas y me pregunto cómo pude hacerlas; de dónde diablos saqué la pericia precisa. Amor, supongo. Amor al mar, a los viejos planos y grabados, a la madera barnizada y al metal bruñido. Amor a lo que esos barcos representaban. A su historia: los mares que cruzaron y los hombres que los tripularon, subiendo a las vergas oscilantes a gritar su miedo y su coraje entre temporales y combates. Sí. Supongo que se trataba de eso. Que de ahí obtuve la habilidad y la paciencia necesarias.

Imagino que esto explica, en parte, el inmenso respeto que tengo por quienes hacen trabajos artesanos a la manera de siempre. A los que todavía trabajan sin prisas, poniendo lo mejor de sí mismos; recurriendo a las viejas técnicas manuales que tanto dignifican la obra ejecutada. Dejando su impronta inequívoca en ella. En estos tiempos de tanto apretar botones, de máquinas sin alma, de pantallas electrónicas, de visto y no visto, de tenerlo todo hecho, comprable y listo para usar y tirar, me inspiran admiración sin límites esos orfebres, encuadernadores, uthiers, pintores de soldaditos de plomo, carpinteros o alfareros que, para ganarse la vida o por simple afición, mantienen el antiguo vínculo de la mente lúcida con el pausado trabajo manual. Con el orgullo legítimo de la obra concienzuda, perfecta, bien hecha. Con lo singular, hermoso, útil y noble que siempre es capaz de crear, cuando se lo propone, el lado bueno del corazón humano.

Ya no puedo hacer maquetas de barcos. La vida me privó del tiempo y de las circunstancias necesarias. Aquellas noches silenciosas entre dos reportajes, trabajando a la luz del flexo entre maderas, libros y planos antiguos, hace tiempo que se transformaron en jornadas de trabajo profesional dándole a la tecla. En la artesanía de contar historias. Ahora mi tiempo libre, cuando lo tengo, se lo lleva el mar de verdad: eso gané y perdí con los años y las canas. Conservo, sin embargo, la afición por los modelos de barcos a escala: siguen llamándome la atención en museos, colecciones privadas, anticuarios, revistas y tiendas especializadas. A veces entro en alguna de estas tiendas y acaricio, como antaño, las tracas dispuestas en sus estantes, los rollos de cabo para jarcia, las piezas modeladas, las cajas magníficas, bellamente ilustradas con el modelo del barco en la tapa, que tantos meses de placer y trabajo contienen para los felices aficionados que se enrolen a bordo. Hace días pasé un melancólico rato ante una caja enorme: modelo para construir del Santísima Trinidad: uno de los muchos barcos –cuatro puentes y 140 cañones– que siempre quise hacer y nunca hice. Casi un par de años de trabajo, calculé a ojo. Como una novela de esas cuyo momento pasa, y sabes que ya no escribirás nunca.