lunes, 21 de abril de 2008

Noche de magia






Artículo sobre magia, de Juan Manuel de Prada, publicado en el XLSemanal de ayer domingo, 20 de Abril de 2008.

Noche de Magia

Fui con Hermelinda la otra noche a la Sala Houdini (calle García Luna, 13. Madrid). Hermelinda nació en la fraga de Cecebre, donde Wenceslao Fernán­dez Flórez ambientó su portentosa no­vela El bosque animado; aunque se vino de joven a la capital, todavía guarda en la mi­rada el misterio frondoso de aquellos pa­rajes, habitados por el alma en pena de Fiz Cotovelo. Hermelinda es menuda y risue­ña; hay en ella, muy pudorosamente res­guardado, un fondo intacto de ingenuidad que me conmueve. Cuando le propuse que me acompañara a un espectáculo de magia creo que se quedó un poco sorprendida o descolocada, quizá temerosa de que la fue­sen a hipnotizar y en el curso del trance acabara diciendo alguna inconveniencia. Pero acabé convenciéndola y allá que nos fuimos. Antes de que comenzara el espec­táculo cenamos con Fernando Arribas, un mago prodigioso, compendio de llaneza y simpatía, a quien conocí hace unos meses en Buenos Aires. Fernando Arribas ha lo­grado acuñar un estilo personalísimo que funde el virtuosismo en la prestidigitación con un ramalazo poético que convierte sus actuaciones en festines para los sentidos y la inteligencia. Yo sé que Fernando Arribas siempre lleva consigo una baraja; y, media­da la cena, le pedí que la sacara, para poner a prueba la capacidad de deslumbramiento de Hermelinda.

Y así, sobre la marcha, entre un castizo plato de huevos estrellados y otro no me­nos castizo de chipirones con arroz, Fer­nando improvisó unos cuantos juegos de cartas. Hermelinda, al principio, trataba de descubrir el truco y no distraía la mi­rada de sus manos; pero no tardó en com­probar que era un empeño estéril. Yo la miraba con el rabillo del ojo y la veía rejuvenecer ante cada truco, la veía retroceder hacia ese estado de arrebatada perpleji­dad que sólo nos bendice en la infancia, cuando las légañas de la edad adulta aún no entorpecían nuestro entendimiento, cuando contemplábamos el mundo como si estuviese recién estrenado. Después de la cena nos encaminamos a la Sala Houdi­ni, que es algo así como una sucursal del paraíso para cualquier amante de la estética retro-pulp. Engalanan las paredes carteles de la edad dorada de la magia; y, aquí y allá, sobresaltan al visitante autó­matas que tuercen el gesto a su paso, o le hacen una reverencia, o tocan el piano en su honor, o exhiben la cabeza de una mujer decapitada. Hermelinda y yo seguimos a Fernando Arribas por los rincones más recónditos del local, hasta la sala de espi­ritismo, decorada con cuadros de señoras que parecían haberse tragado un sapo o un ectoplasma, también hasta una sala egipcia con dos estatuas de canéforas nubias que parecían directamente salidas de un péplum de Cinecitá. En la Sala Houdi­ni se respira un aire irresistiblemente kitsch, con sus aderezos lúgubres o colo­ristas, que contagia un sentimiento mixto de zozobra y exultación al visitante, ese mismo sentimiento que nos acometía de niños cuando montábamos en el tren de la bruja. Y, durante las horas que duró el espectáculo, Hermelinda y yo vivimos una de esas raras regresiones a la infancia que te lavan las arrugas y te refrigeran el corazón, un estado de gozosa excepcionalidad que todavía no se me ha disipado, mientras escribo estas líneas. Y a ella, que las leerá, sospecho que tampoco.

El espectáculo se inició con la actuación de Francisco Aparicio, un pickpocket ata­viado de esmoquin y sombrero de copa que volvió tarambas a los espectadores que sacó al escenario, madrugándoles los bolsillos sin que ellos se enterasen. Lo sucedió Fernando Arribas, apoteósico en su despliegue de escamoteos y adivi­naciones, hilarante en su repertorio de ocurrencias dicharacheras, chistes picaros, canciones desternillantes y ramalazos de poesía juglaresca. Fernando Arribas es un artista total que logra suspender el tiempo mientras ejecuta sus portentos; y, como sucede con los verdaderos artistas, hace de su genialidad una modesta arte­sanía, una segregación natural del espíri­tu. Por supuesto, nos sacó a Hermelinda y a mí al escenario; y ya para entonces el rostro de Hermelinda resplandecía, transfigurado por la luz del ilusionismo.

Acabamos la noche en los sótanos de la Sala Houdini, donde se completaba el espectáculo con un par de números de «magia de cerca». Mad Martin nos des­lumhró con sus escamoteos y su hilarante locuacidad porteña; y el veterano Pablo Segóbriga dobló cucharas, hizo girar llaves con la fuerza de la mente, hipnotizó a la concurrencia y completó varios alardes quirománticos que nos dejaron patidifu­sos. Al salir de la Sala Houdini, en la alta madrugada, la ciudad temblaba, como si estuviese a punto de encenderse. Apenas me atreví a mirar a Hermelinda, para no quebrar el hechizo.

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XLSEMANAL 20 DE ABRIL 2008