domingo, 22 de junio de 2008

LA CENA DE LOS CAVIA



















Juan Manuel de Prada nos describe en este artículo el ambiente previo a la cena de los Cavia en la Casa de ABC

EL ANGULO OSCURO

La cena de los Cavia

COMO no estoy motorizado, me aprovecho de Luis Alberto de Cuenca y le pido que me lleve en su co­che a la cena de los Cavia. El año pasado Luis Al­berto y yo intentamos dar la campanada, llevando corba­ta con el esmoquin, en lugar de la consabida pajarita; pe­ro en lugar de la campanada dimos el cante, así que este año hemos vuelto a la ortodoxia indumentaria, para que no nos corran a gorrazos. Por caprichos del azar, nos han adjudicado la misma mesa, que se halla bajo la ad­vocación del añorado maestro Jaime Campmany. Con su viuda Conchita me fumo antes de la cena un pitillo en el patio andaluz de ABC. Conchita es una mujer hospitalaria y de una generosidad an­cestral, huertana, hermoseada por los años. A su conversación asoma muy pudorosamente el mal de la ausencia; porque Conchita amaba a Jaime de un modo insomne y abnegado, y su amor es constante más allá de la muerte, como sin duda lo es también el de su marido, que desde ultratumba le recitará en un susurro el soneto amatorio de Quevedo. Porque el amor más verdadero es siempre metafísico.

En la cena evocamos, junto a Javier Gómez de Liaño, la figura de

aquel galeote de la pluma, siempre amarrado a la columna de su dicha y su tormento; también la de Ce­la, tenante y tierno, iracundo y jovial, como un torbellino de palabras nunca domesticadas. Algo de su magisterio indócil se ha reencarnado en el ganador del Cavia de este año, Raúl del Pozo, que lee un discurso entreverado de erudición histórica y gracia gitana, una elegía caliente y prieta de sangre en honor de la escritura. A la cena de los Cavia han acudido muchos próceres de la patria, entre otros Bono, que tiene una mirada un poco abencerraje, entre monástica y voluptuosa, y Aznar, que me sigue ñi­pando con su melena sansonita en la que no se vislumbra ni una sola cana (todas se le han agolpado en el bigote). También Rajoy, que durante el cóctel previo a la cena se mantuvo apostado junto a la puerta, con la espalda pega­da a la pared, como quien ha escarmentado de todas las puñaladas traperas. Pero, más que los próceres, me inte­resan las próceras, sobre todo Soraya Sáenz de Santama­ría, que en la tele da un poco empollona, pero que al natural es chispeante y donosa, como suelen serlo las mujeres chicas, de quienes el Arcipreste nos dejó dicho que son me­jores en la prueba que en la salutación (el Arcipreste las probaba, yo me conformo con saludarlas). Rosa Diez lle­ga marcándose un peinado turbo que me deja epaté; siem­pre me he preguntado cómo una mujer tan escuchimiza­da guarda dentro de sí una humanidad tan grande y bulli­ciosa, tan rebosante de luz y de brío. Mar Utrera es delica­da y recóndita, con un alma prerrafaelita que me conmueve y una voz que tiene un fondo de ronque­ra, como la de Marlene Dietrich; a mí me parece la mujer más misteriosa del mundo, misteriosa y sublime como el romance del Conde Arnaldos, y hay que mirarla mucho para llegar a descifrar ese misterio. Gallardón la mira rendidamente, pero como tiene cejas como toldos casi no se le no­ta; o sólo lo notamos los muy observadores.

Vuelvo al patio andaluz a fumarme otro piti­llo y converso con Valenti Puig, abacial y paradó­jico como Chesterton, a quien le digo que yo soy mucho más drástico que él; pero, entre el barullo de conversacio­nes, Puig cree oír que soy mucho más lascivo, malentendi­do que me apresuro a aclarar, subrayando que soy más casto que el casto José. Confiando en mi palabra, Mónica Fernández-Aceytuno me invita a pasar unos días en su casa gallega, próxima a la fraga de Cecebre que inmorta­lizara el grandioso Wenceslao Fernández Flórez, en com­pañía de Jesús García Calero, Nacho García Garzón e Ire­ne Lozano, donde inevitablemente tendríamos que com­partir cama en mogollón, porque Mónica sólo tiene un cuarto de invitados.

Irene Lozano no se acaba de creer que yo sea un intachable caballero; y, para desengañarla, la invito a tomar unas copas en Gabana, donde hablamos de lo divino y lo profano hasta quedarnos sin voz o sin pa­labras. Cuando salimos de la discoteca, los pájaros incen­dian los árboles con su tumulto cándido y recién amaneci­do. De regreso a casa, camino por la Gran Vía con mi es­moquin más pincho que George Clooney en un anuncio de Martini. Más pincho y, desde luego, muchísimo más casto.

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