lunes, 10 de marzo de 2008

La mujer del chándal gris

Arturo Pérez-Reverte ha escrito un artículo en XLSemanal del 9 de marzo, ayer, en el que resalta la extraordinaria ternura y el afecto insólito y dulce con que la mujer del chándal gris cogió del brazo al abuelete en el semáforo.
No me resisto a ofrecer este bello artículo a los pocos lectores que visitan mi blog.

Patente de corso – por Arturo Pérez-Reverte

La mujer del chándal gris

Lo malo que tiene esto de montártelo de gruñón cada domingo es que, de pronto, estás sentado observando a la gente en una terraza de la plaza mayor de Gomorra, o de Sodoma, o de donde sea, tomándote una caña mientras miras hacia arriba con sonrisilla atravesada, esperando que empiece a llover napalm, y de pronto pasan un Lot o un justo cualquiera y, en plan agua­fiestas, te fastidian el espectáculo. Eso, más o menos, fue lo que me ocurrió hace un par de días, cuando estaba en la plaza de España de Madrid, antigua montaña del Príncipe Pío, intentan­do situar con un amigo el sitio exacto donde, a las cuatro de la madrugada de un 3 de mayo, los marinos de la Guar­dia Imperial gabacha le dieron matarile a cuarenta y tres madrileños. Estaba en eso, como digo, parado al sol —hacía un frío del carajo- mirando el paisa­je y queriendo adivinar, bajo éste, las referencias urbanas y el punto de vista donde Goya se situó, y nos situó a los espectadores, para pintar su cuadro. En ésas veo llegar ante un semáforo, cuyo paso de peatones está a punto de pasar a rojo, a un ancianete tembloroso que caminando con dificultad, apre­surado, inicia el cruce con pasitos tan cortos que nunca lo llevarán al otro lado antes de que los automóviles se le echen encima. Por un momento considero interrumpir la conversación y socorrer al abuelo; pero me encuentro relativamente lejos y comprendo que no llegaría a tiem­po —tampoco es cosa de salir corriendo descamisado como Clark Kent—, que las ocho o diez personas que hay a un lado y a otro del paso de peatones tampoco van a mover un dedo, y que el osado vejete tendrá que valerse con el único recurso de su baraka, carambola o no carambola, y la humanidad de los conductores – pocas veces excesiva en Madrid – que lo dejen cruzar, o no, antes de ir a lo suyo.

Entonces llega el aguafiestas. El semá­foro de peatones acaba de pasar a rojo, y o tengo preparado un hijos de la gran puta mental en obsequio de quie­nes miran, impasibles, cómo el abuelo intrépido está a punto de convertirse en escabeche de jubilata. En ese momento, del grupo parado en el lado opuesto de la calle se adelanta una mujer menuda, de pelo negro, vestida con un chándal gris y zapatillas deportivas, que lleva una bolsa del Corte Inglés en una mano. Dirigién­dose al encuentro del abuelo, esa mujer

lo toma por el brazo; y luego, haciendo ademanes en solicitud de paciencia a los conductores, lo acompaña hasta dejarlo a salvo en la acera, ante las miradas indife­rentes de cuantos allí aguardan sin inmu­tarse. Pero lo que me llama la atención no es el episodio en sí, sino la extraordinaria ternura, el afecto insólito y dulce con que esa mujer ha cogido del brazo al vejete desconocido para conducirlo, tranquila y paciente —parecía tener todo el tiempo del mundo, y ponerlo a disposición del anciano—, hasta dejarlo a salvo.

La mujer ha vuelto a su acera, donde, mientras el abuelo se aleja, espera a que el semáforo de peatones cambie de nuevo a verde. Cruza entonces, con los otros peatones. Puedo observarla mejor cuando pasa por mi lado, y entonces advierto un par de cosas. El chándal gris se ve ajado, modesto. Ella debe de tener treinta y tantos años y es -me lo había parecido de lejos, pero no estaba seguro- una inmigrante sudamericana, bajita y more­na, con cara de india sin gota de sangre española y el pelo largo, muy negro y el pelo largo, muy negro y brillante. Procede, sin duda, de un país de ésos donde la miseria y el dolor son tan naturales como la vida y la muerte. Donde el sufrimiento —eso pienso vién­dola alejarse— no es algo que los seres humanos consideran extraordinario y lejano, sino que forma parte diaria de la existencia, y como tal se asume y afron­ta: lugares alejados de la mano de Dios, donde un anciano indefenso es todavía alguien a respetar, pues su imagen can­sada contiene, a fin de cuentas, el retrato futuro de uno mismo. Lugares donde la vejez, el dolor, la muerte, no se disimu­lan, como aquí, maquillados tras los eufe­mismos y los biombos. Sitios, en suma, donde la vida bulle como siempre lo hizo,

la solidaridad entre desgraciados sigue siendo mecanismo de supervivencia, y la gente, curtida en el infortunio, lúcida a la fuerza, se mira a los ojos lo mismo para matarse -la vida es dura y no hay ánge­les, sino carne mortal— que para amarse o ayudarse entre sí.

Por eso, concluyo viendo alejarse a la emigrante con su arrugada bolsa del Corte Inglés y su ajado chándal gris, esa mujer acaba de ayudar al abuelete: por puro instinto, sin razonar ni esperar nada a cambio. Por impulso natural, supongo. Automático. Acaba de llegar a España, y ningún sufrimiento le es aún ajeno. Todavía no ha olvidado el sentido de la palabra caridad. ■

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