lunes, 30 de junio de 2008

EL FUTBOL ESPAÑOL CAMPEON DE EUROPA!!!!!



Fotos:
1ª: Los 11 que ganaron la final
2ª: La Infanta Doña Elena paseando por el centro de Madrid, con su bandera, esperando a la selección española el 30 de Junio
3ª La enhorabuena a España de Mingote y
4ª: Todo el conjunto de la Selección Española, incluidos Luis Aragonés, reservas y técnicos.

















































Despues de la gran preparación física y psíquica realizada por el preparador Luis Aragonés, la selección española de futbol ha conquistado la copa de Europa.

El escritor Juan Manuel de Prada publica en la Tercera de ABC de hoy un artículo cuya calificación queda a juicio del lector.

Al calor de

los goles de

España

... Hemos necesitado que once españoles en calzoncillos se pongan tibios a meter goles para descubrir que el amor a la patria no es pasión vergonzosa ni asquerosita, ni querencia propia de carcas o nostálgicos, ni parecidas zarandajas, sino amor actuante y salutífero, como lo es el amor a la propia sangre...


TENGO un amigo muy querido, catalán y re­publicano, que me confesaba, entre diverti­do y perplejo, que no podía evitar que lo sal­picase la marea de la emoción cada vez que los Príncipes de Asturias se abrazaban en el palco, ce­lebrando los goles de la selección española en esta Eurocopa. Y mientras mi amigo me confesaba es­ta debilidad (que no era sino grandeza de espíritu) me acordé de un pasaje conmovedor de cierto artí­culo de Wenceslao Fernández Flórez, que durante una temporada escribió crónicas futboleras para este periódico; crónicas perfumadas siempre por la brisa del escepticismo irónico que luego reuni­ría en un librito delicioso, titulado «De portería a portería», editado por Prensa Española. En aquel artículo, adoptando un tono entre socarrón y cas­carrabias, Fernández Flórez refunfuñaba sobre los hábitos de los hinchas, y más concretamente so­bre su histeria ruidosa, que los hace rugir a coro en las gradas de los estadios, increpar al enemigo —aunque esté lesionado— e insultar al arbitro, hasta que por fin el equipo al que animan marca un gol, y entonces... Entonces Fernández Flórez narra cómo la señorita que está a su lado en las gra­das del campo quiere abrazar al señor visiblemen­te exaltado que la acompaña para celebrar el gol; pero resulta que el señor está oprimiendo en ese momento al vecino de la derecha, transportado de júbilo; y la señorita, en el calor de la celebración, se vuelve hacia Fernández Flórez y lo abraza sin previo aviso. Fernández Flórez mira en derredor con un gesto similar al de quien encuentra una cartera en la calle; pero enseguida, qué coños, abre resueltamente los brazos y estrecha entre ellos a la muchacha. Y el cronista escéptico que hasta ese momento ha contemplado el fútbol con displicencia o mero desdén siente, de repente, que la alegría le rebulle en el cuerpo, y siente también que crece dentro de él un insospechado fervor fut­bolístico; y hasta se sorprende suplicando ansiosa­mente: «¡Más goles! ¡Vengan más goles...!».


Pues esa alegría de los goles de España, que a hombres y mujeres vuelve más intrépidos y fo­gosos aunque no nos guste el fútbol, que a su calor nos torna de repente españoles sin premeditación, españoles de entraña y certeza, es la que en estas jornadas nos ha cambiado a todos la cara, sustitu­yendo ese aire de congrios hervidos que nos dejan las politiquerías de los políticos por un aire como de jamones serranos, restallante y vigoroso, que da gusto verlo. Ese aire suculento y jovial es el que tienen los abrazos de los Príncipes en el palco del estadio; y hasta el espectador más escéptico o atra­biliario, hasta mi amigo catalán y republicano los ve achucharse y se sorprende suplicando ansiosa­mente, como Fernández Flórez en su artículo: «¡Más goles! ¡Vengan más goles... de España!». Y es que, de repente, todas esas entelequias pelmazas conJas que tanto nos gusta zaherirnos a los espa­ñoles (la politiquería convertida en cilicio de nues­tro impenitente y proverbial masoquismo) se esca­bullen soltando berridos, como los demonios se es­cabullían del cuerpo de los endemoniados, cuan­do Jesús les imponía las manos. De repente, un tío como —pongamos por caso—Ibarretxe, engolfa­do en sus tabarras plebiscitarias, se nos antoja una estantigua o un marciano, o tal vez sólo un se­ñor con problemas de estreñimiento. Y nos entran ganas de decirle: «Pero, hombre de Dios, ¡pegúese usted un abrazo con la parienta, o con la vecina, o con la muchacha que le traduce al euskera las no­tas que usted escribe en castellano, pero abrácese de una puñetera vez y abandone ese gesto de con­grio hervido! Verá cuánto bien le hace».

Porque vaya si hace bien. Si estos campeonatos se celebraran, en lugar de cada cuatro años, cada cuatro meses, la gente se abrazaría muchísi­mo más; y, al calor de los abrazos, todos esos atra­cones de bilis y esos dolores meningíticos de cabe­za con que los españoles nos atormentamos se que­darían en alifafe de poca monta. Porque, vamos a ver, ¿qué son sino fruslerías esas monsergas del se-gregacionismo y el «derecho a decidir» ante la efu­sión rotunda, cálida y fraternal de tantos españo­les que celebran con un abrazo lo que les mandan el instinto, la pasión y el alma? Durante estas se­manas que ha durado la Eurocopa, los españoles hemos actuado como esos muchachos apenas pú­beres que al principio no se atreven a declarar su amor a la muchacha que les sorbe el seso, por te­mor a hacer el ridículo; y así, recién comenzada la competición, bromeábamos con la fatalidad de ser eliminados en cuartos de final, como el muchacho bromea con la expectativa de recibir calabazas. Pe­ro aquellas eran bromas mohínas propias de cobardones; pues el amor que anhela ser correspondido ha de ser ante todo audaz y echao p'alante. Y ha bastado que nos lo creyéramos y nos sacudiéra­mos esa capa de mugre de los complejitos y las pu­silanimidades con que nos abruma la politiquería de cada día para que descubriéramos que la mu­chacha que nos sorbía el seso estaba esperándo­nos, como las vírgenes prudentes de la parábola, con la lámpara encendida; y que, en echándole un poco de aceite, la lámpara llameaba como una ho­guera de San Juan. Hemos necesitado que once es­pañoles en calzoncillos se pongan tibios a meter goles para descubrir que el amor a la patria no es pasión vergonzosa ni asquerosita, ni querencia propia de carcas o nostálgicos, ni parecidas zaran­dajas, sino amor actuante y salutífero, como lo es el amor a la propia sangre. Porque los carcas, y los nostálgicos, y los tíos que dan asquito y vergüenza son los que no lo sienten; los otros, nosotros, tan só­lo somos gente normal, esto es, personas que sa­ben dejar a un lado las nimias mezquindades que los separan para abrazarse en nombre de la gran­deza que los une.

«¡Más goles! ¡Vengan más goles de España!». El fútbol, dicen los expertos, es metáfora de la propia vida; frase que queda muy rimbombante y no se suele explicar. Pero si quisiéramos explicarla ten­dríamos que decir que la vida en esquema, como el reglamento del fútbol, es en principio muy simple: hay un balón, hay unos palos clavados en el suelo; y todo el busilis del juego consiste en meter el ba­lón entre los palos. Pero, claro, enseguida surgen obstáculos que entorpecen y complican tan ele­mental misión; y, con los obstáculos, surgen tam­bién las irritaciones, las frustraciones, las tenta­ciones del desistimiento y la renuncia. Los españo­les llevamos demasiado tiempo sufriendo con esos entorpecimientos y complicaciones; y, con frecuencia, nos oprime la asfixiante sensación de que nunca nos dejarán hacer algo tan sencillo co­mo meter un gol en la vida. Entonces vemos a esos once españoles en calzoncillos correteando por el campo los vemos arrimar el hombro, los vemos po­ner tesón en el empeño, los vemos enardecidos por una ilusión común, los vemos mantener la fe en la adversidad, y el aplomo en la tarascada, y el orgu­llo en la derrota, y descubrimos el sentido aleccio­nador de lo que hacen. Así se explica el fútbol co­mo metáfora de la vida; y cuando el arrimo y el te­són y la ilusión y la fe y el aplomo y el orgullo se lla­man España, la vida adquiere una temperatura de abrazo a la que es vano resistirse. Es posible que al principio miremos en derredor con un gesto simi­lar al de quien se encuentra una cartera en la ca­lle; pero, si nos agachamos a recogerla, descubrire­mos que esa cartera es la nuestra, la cartera que nos birlaron los politiquillos y los pelmazos que quisieron desnaturalizarnos.

Ya no podremos olvidar esta Eurocopa, porque en ella recuperamos la cartera que nos ha­bían birlado. Vendrán los pelmazos y los politiqui­llos a enfriar el calor de nuestros abrazos con sus cataplasmas de frías entelequias. Pero donde hu­bo llama siempre quedará rescoldo; y la vocación natural del rescoldo es volver a llamear. Bastará con que vengan más goles de España; y, a su calor, nos volveremos a dar abrazos, que es la forma más jubilosa y arrebatada, más natural y tranquila, de ser españoles. Y, además, en el abrazo, siempre se pilla cacho.

JUAN MANUEL DE PRADA

Escritor