Artículo de Juan Manuel de Prada sobre odio al creyente
Odium fidei
En cierto pasaje de «El hombre eterno», Chesterton describe el clima cultural que
favoreció la primera persecución contra los cristianos. Un enjambre de religiones
extrañas convivían en el Imperio, tantas como para llenar un manicomio; y a todas
se les dejaba adorar libremente, con tal de que cumplieran con un requisito formal
de agradecimiento a la tolerancia del Emperador, arrojando un poco de incienso
sobre su estatua. Pero entre todos aquellos adoradores de religiones variopintas
había unos, procedentes de una secta oriental, que se negaban a incensar la
estatua del Emperador; y todas las reconvenciones que se les dirigían eran
palabras lanzadas al viento. Aquellos adoradores de un Dios resucitado, «chiflados
portadores de buenas noticias», empezaron a ser mirados con suspicacia, pronto
con franca animadversión; y un día cualquiera aquella cansada sociedad llevó a los
miembros de aquella secta oriental a la arena del circo, mientras ellos permanecían
en una actitud increíblemente serena. «Y, en aquella oscura hora —concluye Chesterton—,
brilló sobre ellos una luz que nunca se ha extinguido, un fuego blanco que se aferra a ese
grupo como una fosforescencia extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los crepúsculos
de la historia: es el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».
Esa luz que nunca se ha extinguido, esa fosforescencia extraterrenal (y no precisamente
divina) que envuelve como un halo a los cristianos se ha manifestado en diversos crepúsculos
de la historia bajo expresiones más o menos sañudas o sibilinas. Entre las sañudas, podemos
referirnos —por ejemplo— a la que llevó hace setenta años a una parte del pueblo español a
destruir imágenes y profanar templos, a asesinar curas y1 monjas con bestial denuedo.
Entre las sibilinas, más propias de esta fase democrática de la historia, podemos
contar esta fiebre laicista de hogaño, empeñada en esconder todo signo visible
de religiosidad, por considerar que hiere la sensibilidad contemporánea. Unas y
otras —las sañudas y las sibilinas— poseen rasgos anticlericales e iconoclastas;
pero anticlericalismo e iconoclasia no son sino desahogos —aspavientos furiosos—
de otra pasión más turbulenta e inconfesable, el odium fidei, que ni siquiera es odio
contra la institución eclesiástica (aunque, desde luego, lo incluye), sino más exactamente
odio ensimismado y frenético contra el creyente.
La fiebre laicista de hogaño adopta el lenguaje aséptico propio de esta fase democrática
de la historia; pero, bajo su formulación de apariencia amable, encontramos el
mismo odium fidei de siempre, la misma fosforescencia extraterrenal. A la postre,
el laicismo reacciona ante la visión de un crucifijo como reaccionarían el conde Drácula
o la niña de «El exorcista», esto es, como poseído por una fuerza contraria a la que dicho
crucifijo representa. Y, para que no se le noten los desarreglos que dicha fuerza le provoca,
el laicismo quiere retirar el crucifijo de la contemplación pública; pues sólo así podrá
seguir representando ante los incautos su papelón fingido de doctrina pacífica y tolerante.
¿A quién puede injuriar la visión de un crucifijo? No, desde luego, a quienes no hayan sido
educados en el cristianismo; pues, para estos, un crucifijo será como el monolito al que
adoraban los hombres de las cavernas, una figura carente de significado religioso en la que,
si acaso, descubrirán un sentido histórico. Tampoco puede serlo para quienes, habiendo sido
educados en el cristianismo, no profesan ninguna fe concreta; y aun me atrevería a decir que
para estos, como para León Felipe, el crucifijo puede compendiar las más nobles vocaciones
del hombre («Los brazos en abrazo hacia la tierra,/ el astil disparándose a los cielos»):
vocación de entrega y caridad, por un lado; vocación de misterio e infinitud, por otro. Nada
ofensivo, pues. El crucifijo, en fin, sólo puede injuriar a quienes desean que arrojemos incienso
ante la estatua del Emperador. Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan ya saben a qué
Emperador me refiero: los antiguos lo pintaban con cuernos y patas de chivo; y su luz, que
nunca se extingue, fosforescente y extraterrenal, se llama odium fidei.
JUAN MANUEL DE PRADA