martes, 15 de julio de 2008

ODIO AL CREYENTE







Artículo de Juan Manuel de Prada sobre odio al creyente

Odium fidei

En cierto pasaje de «El hombre eterno», Chesterton describe el clima cultural que

favoreció la primera persecución contra los cristianos. Un enjambre de religiones

extrañas convivían en el Impe­rio, tantas como para llenar un manicomio; y a todas

se les dejaba adorar libremente, con tal de que cumplieran con un requisito formal

de agradecimiento a la toleran­cia del Emperador, arrojando un poco de incienso

sobre su estatua. Pero entre todos aquellos adorado­res de religiones variopintas

había unos, proce­dentes de una secta oriental, que se negaban a incensar la

estatua del Emperador; y todas las reconvenciones que se les dirigían eran

pala­bras lanzadas al viento. Aquellos adoradores de un Dios resucitado, «chiflados

portadores de buenas noticias», empezaron a ser mirados con suspicacia, pronto

con franca animadversión; y un día cualquiera aquella cansada sociedad lle­vó a los

miembros de aquella secta oriental a la arena del circo, mientras ellos permanecían

en una ac­titud increíblemente serena. «Y, en aquella oscura hora —concluye Chesterton—,

brilló sobre ellos una luz que nunca se ha extinguido, un fuego blanco que se aferra a ese

grupo como una fosforescencia extraterrenal, ha­ciendo brillar su rastro por los crepúsculos

de la histo­ria: es el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».

Esa luz que nunca se ha extinguido, esa fosforescen­cia extraterrenal (y no precisamente

divina) que en­vuelve como un halo a los cristianos se ha manifestado en diversos crepúsculos

de la historia bajo expresiones más o menos sañudas o sibilinas. Entre las sañudas, po­demos

referirnos —por ejemplo— a la que llevó hace se­tenta años a una parte del pueblo español a

destruir imágenes y profanar templos, a asesinar curas y1 mon­jas con bestial denuedo.


Entre las sibilinas, más pro­
pias de esta fase democrática de la historia, podemos

contar esta fiebre laicista de hogaño, empeñada en es­conder todo signo visible

de religiosidad, por conside­rar que hiere la sensibilidad contemporánea. Unas y

otras —las sañudas y las sibilinas— poseen rasgos an­ticlericales e iconoclastas;

pero anticlericalismo e iconoclasia no son sino desahogos —aspavientos furio­sos—

de otra pasión más turbulenta e inconfesable, el odium fidei, que ni siquiera es odio

contra la institu­ción eclesiástica (aunque, desde luego, lo incluye), sino más exactamente

odio ensimismado y frenético contra el creyente.

La fiebre laicista de hogaño adopta el lenguaje asép­tico propio de esta fase democrática

de la historia; pero, bajo su formulación de apariencia amable, en­contramos el

mismo odium fidei de siempre, la misma fosforescencia extraterrenal. A la pos­tre,

el laicismo reacciona ante la visión de un crucifijo como reaccionarían el conde Drácula

o la niña de «El exorcista», esto es, como poseído por una fuerza contraria a la que dicho

crucifijo representa. Y, para que no se le noten los des­arreglos que dicha fuerza le provoca,

el laicis­mo quiere retirar el crucifijo de la contempla­ción pública; pues sólo así podrá

seguir repre­sentando ante los incautos su papelón fingido de doctri­na pacífica y tolerante.

¿A quién puede injuriar la vi­sión de un crucifijo? No, desde luego, a quienes no ha­yan sido

educados en el cristianismo; pues, para estos, un crucifijo será como el monolito al que

adoraban los hombres de las cavernas, una figura carente de signifi­cado religioso en la que,

si acaso, descubrirán un senti­do histórico. Tampoco puede serlo para quienes, habien­do sido

educados en el cristianismo, no profesan ningu­na fe concreta; y aun me atrevería a decir que

para es­tos, como para León Felipe, el crucifijo puede compen­diar las más nobles vocaciones

del hombre («Los brazos en abrazo hacia la tierra,/ el astil disparándose a los cie­los»):

vocación de entrega y caridad, por un lado; voca­ción de misterio e infinitud, por otro. Nada

ofensivo, pues. El crucifijo, en fin, sólo puede injuriar a quienes desean que arrojemos incienso

ante la estatua del Em­perador. Las tres o cuatro lectoras que todavía me sopor­tan ya saben a qué

Emperador me refiero: los antiguos lo pintaban con cuernos y patas de chivo; y su luz, que

nunca se extingue, fosforescente y extraterrenal, se lla­ma odium fidei.


JUAN MANUEL DE PRADA