lunes, 21 de julio de 2008

DESPUES DE IRLANDA








Asi se titula un magnífico artículo de Antonio Fontán que el ABC publicaba en la Tercera de ayer.
La concisión y claridad de sus palabras y la bella exposición que el autor hace de la Asociación de
los 27 países de la Comunidad Europea nos aconsejan traerlo a nuestro blog.

Después de Irlanda

... La Unión Europea tal como esta y tal como funciona constituye un éxito político internacional para el que no existen precedentes en la milenaria historia del continente...

El «no» de los irlandeses al tratado de Lisboa es un accidente menor en el proceso histórico de la Unión Europea. Menor, pero significativo. Invita a reflexionar a los gobiernos, parlamentos y partidos de los Estados miembros.

No hace mucho en Holanda y en Francia tuvieron lugar, con resultado también negativo, los referendos en que se votaba la Constitución Europea. Aun­que el tratado de Lisboa es menos exigente y trabajo­so de aplicar que la Constitución, son ya tres las na­ciones de diversas tradiciones culturales e históri­cas (latina, germánica y celta) desde las que se han escuchado toques de aviso sobre la estructura políti­ca y el funcionamiento de ese singular ente político que abarca veintisiete estados y cubre casi todo el continente desde el Atlántico hasta las repúblicas ex soviéticas de Bielorrusia, Ucrania y la Rusia propia­mente dicha. Sin embargo en ninguna de las institu­ciones y tribunas políticas de las tres naciones del «no», ni en los otros veinticuatro países miembros, se ha planteado seriamente la existencia y la conti­nuidad de la Unión o la pertenencia a ella de Irlanda. Este país no ha dicho que «no» a Europa, sino a un tex­to presentado por los actuales gestores de la Unión, y sin el cual, como sin la Constitución que rechazaron franceses y holandeses se ha funcionado aceptable­mente y se han conseguido logros de cooperación en­tre los diversos Estados, impensables antes.

La Unión Europea es la más extensa y ambiciosa asociación de

Estados independientes de la histo­ria de la Humanidad.

Su implantación ha sido un in­dudable logro. Los países miembros

han acertado a establecer políticas comunes de orden institucional,

económico y social, y a ponerlas en práctica, mante­niendo, sin

embargo, cada uno de ellos su indepen­dencia y su propia soberanía.

Se ceden competen­cias, se coordinan políticas, se comparten

partidas presupuestarias y hay en el parlamento de Bruselas y

Estrasburgo debates de partido y no de naciones igual que en

las Cámaras de los diferentes Estados, pero todos y cada

uno de los veintisiete miembros sienten, conservan, defienden

y practican su inde­pendencia y su intransferible soberanía.

Basta recor­dar los acuerdos de creación del «euro» y del Banco

Central Europeo o los de Schengen que han beneficia­do a todos los

paises, aunque no fueran de aplicación en cada uno de ellos.

El «europeísmo» de vocación asociativa había nacido y

empezó a desarrollarse al hilo de los desencuentros y

enfrentamientos de po­tencias y gobiernos del continente

que habían dado lugar a la «Gran Guerra» y a la

exacerbación de los nacionalismos en ciertos Estados.

Al fin de la con­tienda no pocos pensadores y políticos se

pregunta­ban cómo había podido ocurrir que en naciones

que parecían bien avenidas y para aquellos tiempos flore­cientes

(la Europa de la belle époque) se hubiera pro­ducido un desastre

semejante. La «gran Guerra» no había resuelto nada y con ella

—o por su causa— se habían creado nuevos problemas y

subsistían, en no pocos casos agravados, los de antes.

Después de Versalles y de la revolución de Rusia, los

antiguos «imperios centrales» se arruinaron

—fue el caso de Alemania—, o se dividieron en esta­dos

menores como la república austríaca, Hungría o la

artificial Checoslovaquia, se restableció la antes

troceada Polonia y se creó en los Balcanes la imposi­ble

Yugoslavia. Además desapareció el imperio de los zares

y se impuso en ese país una dictadura comunista que,de

hecho, trasladó las fronteras políticas de la Europa libre

desde los Urales a los limites occi­dentales de Ucrania.

La situación fue mucho peor y más penosa al fi­nal de la Segunda Guerra Mundial, con la ocupación militar y política soviética de toda la Europa orien­tal, «el telón de acero» y las dictaduras comunistas, en un clima internacional de hostilidades políticas entre los gobiernos y odios populares. Un alivio para los países occidentales representó el amparo de los Estados Unidos, que habían sido los verdaderos ven­cedores militares de la gran contienda. La necesidad de unir fuerzas y recursos y la decisión de cooperar en beneficio de todos, más el restablecimiento y mo­dernización de unos estados democráticos de orien­tación liberal, dio lugar a algo que no había pasado nunca en el continente europeo en los cinco siglos precedentes: el acuerdo político y económico de las dos principales potencias de la Europa Occidental, acompañadas de cuatro naciones limítrofes con ellas, que habían sufrido más que otras los males de la Segunda Guerra Mundial.

El 19 de marzo de 1951, los «seis» —Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo— suscribieron el Tratado de Ro­ma, que era un acuerdo de coordinación y coopera­ción de las políticas del carbón y del acero entre los que habían sido beligerantes en la Segunda Guerra Mundial, pero con el que sus promotores esperaban inaugurar una nueva época de la historia del conti­nente: como así ha sido.

Ese casi mítico documento se ha convertido en la primera piedra del actual ente supranacional que abarca veintisiete Estados, y po­see en común un parlamento democráticamente ele­gido, un sistema judicial y una estructura de gobier­no desde la que se rigen, administran y coordinan muy importantes asuntos de las diversas naciones y del conjunto de todas ellas. La Unión Europea tal co­mo está y tal como funciona constituye un éxito polí­tico internacional para el que no existen preceden­tes en la milenaria historia del continente.

Europa empezaron a llamar los griegos en un poe­ma del siglo VIII a. C. a los espacios continenta­les del centro de la Hélade. Después historiadores, geógrafos y magistrados romanos aplicaron esa de­nominación a las tierras de la ribera norte del Mediterráneo y a la isla de Britania, y extendieron el nom­bre de Europa y las noticias de ella a pueblos más sep­tentrionales, aunque su dominio político se detuvie­ra en el Rin y en el Danubio. Pero había contactos con gentes de más arriba. Por ejemplo, la ruta comer­cial del ámbar unía las orillas del Báltico con el impe­rio romano.

La Europa moderna empieza a formarse, o se constituye, a principios del siglo XVI. Es la «Europa de los Reinos», de religión cristiana, política y mili­tarmente enfrentada con los turcos, y habitualmen-te dividida por guerras y rivalidades religiosas o de dominación. Sus filósofos y pensadores como Eras-mo, Vives, Moro y otros muchos sabían que el desti­no ideal de Europa era alguna especie de unidad, que resultaría grandiosa, siempre que reyes y gober­nantes fueran capaces de vivir en paz militar y tole­rancia ideológica, dentro del amplio margen de la cultura común de inspiración cristiana.

Quizá fue el valenciano Vives el primero que en 1526 empleó el tér­mino Europa como una realidad política, cuyas disi­dencias lamentaba con verdadera pesadumbre. Pero esta voz de los filósofos no fue escuchada ni en aque­llos tiempos ni en los siglos que vinieron después. Ha­ce casi quinientos años, en 1516, el primer intelec­tual europeo de la época, Erasmo de Roterdam, en­contraba a las naciones de Europa enfrentadas en constantes guerras de unas contra otras, desatadas por ambiciones de príncipes y políticos y sostenidas y fomentadas por el odio que habían generado los que vertían «aceite en las hogueras» con daño de to­dos.

Era una situación dramática e insoluble, en la que —escribe Erasmo— «vemos al francés que odia al inglés, sólo porque él es francés; el escocés al in­glés, sólo porque él es escocés; el itálico al alemán; el suabo al suizo, y así todos los demás. Una región odia a otra y una ciudad a otra ciudad». Esto, en un conti­nente cuyos habitantes y reinos compartían una mis­ma fe y una misma cultura, parecía incomprensible al filósofo neerlandés. Era una «lis de verbis», por­que la homogeneidad espiritual e histórica de los di­ferentes pueblos tenía que unirlos más de lo que los enfrentaban los rótulos de las nacionalidades. «¿Por qué —concluía— estas simplicísimas palabras nos separan más que nos une el nombre de Cristo?».

Pueden hacerse muchas lecturas de la historia moderna de Europa. Pero en casi todos los tra­mos de estos últimos cinco siglos siempre ha habido guerras de unas naciones, reinos o estados contra otros en los espacios del continente, «entre herma­nos» decía Erasmo. Así ha sido hasta ese Tratado de Roma de 19 de marzo de 1951, Y el posterior y afortu­nado desarrollo de lo allí convenido en los cincuen­ta y siete años siguientes comprendida la votación irlandesa de fines de esta primavera. No hay que ras­garse las vestiduras como hacían los orientales anti­guos. Ni pensar en fórmulas, que siempre serían an­tidemocráticas, para que los irlandeses vuelvan a votar y mucho menos para echarlos fuera, como si hubieran declarado una guerra a toda la Unión. Co­mo tampoco habría tenido sentido obligar a france­ses y holandeses a volver sobre sus pasos. Los sobe­ranos son ellos, y no hay nadie que pueda estax de­mocráticamente legitimado para condenarlos a na­da. La Unión Europea es un espacio político y una ta­rea común de los Estados nacionales, independien­tes y soberanos, que forman parte de ella.

ANTONIO FONTÁN