"Yo viví en un harén" se titula un libro que acaba de presentar Cristina Schlichting. Sobre la personalidad de esta escritora ha publicado un delicioso artículo Juan Manuel de Prada en su columna El Angulo Oscuro del ABC de ayer, 2 de junio de 2008, que les ofrecemos a continuación:
La reportera Schlichting
A Cristina López Schlichting la conocí en el ABC que dirigía Luis María Anson, allá a mediados de los noventa, cuando el mundo todavía era joven y nosotros también.
La Schlichting era como aquellas serranas del Marqués de Santillana, garridas mozas que asaltaban al viajero en mitad del monte y se ofrecían a llevarlo en hombros por riscos y quebradas; ofrecimiento que el viajero no se atrevía a declinar, no fuera que la serrana le largase un sopapo, despechada, y le aflojase las muelas. La Schlichting era impetuosa y jocunda, aguerrida y abnegada, con algo de valquiria evadida de alguna mitología germánica y algo de madraza de tres hijos que se pone el mundo por montera, una tía con toda la barba a quien Anson mandaba a los parajes más abstrusos del planeta, para que escribiera unos reportajes tumultuosos de vida que se derrama por la costura de cada frase, burbujeantes de humanidad doliente y humanidad redimida por el aliento de la gracia.
La Schlichting era una temeraria capaz de disfrazarse de monja para burlar la vigilancia del ejército albanés y penetrar en la ciudad de Valona, capaz de osadías que sólo se les ocurren a los locos y a los santos. A la Schlichting la bendecía la divina locura de los santos; y también la elocuencia y la intemperancia y el orgullo y la sagrada ira y el espíritu coñón que bendicen a los santos. Era la tía más lanzada y el alma más sensible que uno haya conocido jamás; e, inevitablemente, uno acabó subyugado por su personalidad libérrima, subyugación que acaso participase del miedo, porque ante una tía como la Schlichting sólo se puede caer rendido o salir pitando.
Y la Schlichting era, desde luego, la periodista más cabal que he conocido nunca. Tenía el brío de los infatigables buscadores de verdad; tenía agallas suficientes para encampanarse con cualquiera que osara cruzarse en su camino (así fuera un soldado serbio o el mismísimo Anson, a quien le pegó más de un grito); tenía un corazón hipertrofiado que no le cabía en el pecho; tenía una inteligencia silvana, intrépida, felina; tenía una mala leche entreverada de ingenuidad que era una de las aleaciones más rabiosamente humanas que me haya sido dado conocer; y tenía, joder sí tenía, una pluma vibrante, pletórica de sangre y de nervio, aireada siempre por la brisa de una metáfora que se quedaba a vivir en su prosa, como un animal doméstico.
Cuando coincidíamos en la redacción del periódico —ella recién aterrizada de alguna de aquellas misiones reporteriles que le asignaba Anson, yo pedigüeñeando una colaboración más asidua—, nos juntábamos con Nuria Azancot, contrapunto de ecuanimidad y mínima cordura que requería el trío, y nos íbamos después del cierre a quemar los garitos de Madrid. En estas correrías nocturnas, la Schlichting era siempre la que más aguante demostraba y más vocación para la juerga, no importaba que todavía cargase sobre las espaldas con el jet-lag de un viaje a las antípodas, o que se hubiese dejado jirones de piel cruzando la alambrada de espinosde Ceuta. Menudo terremoto, la Schlichting.
Hablábamos mucho de literatura en aquellas correrías nocturnas; y yo siempre le decía a la Schlichting, mientras abrevábamos whisky, que sus reportajes tenían un ramalazo de poesía que merecía un rescate en libro. Tantos años después, la Schlichting ha juntado algunos de aquellos reportajes publicados en ABC, junto a otros que aparecieron más tarde en «El Mundo», en Yo viví en un harén, que La Esfera de los Libros acaba de dar a la prensa. Aquí vemos a la aguerrida Schlichting, en efecto, infiltrada en un harén, pero también la vemos sorteando minas, escudriñando fosas comunes, entrometiéndose en herriko tabernas, sorteando vigilancias militares del modo más estrambótico y arriesgado posible y, en definitiva, haciendo todo tipo de locuras. Tantas, y tan inimaginables, que sólo las hace verosímiles el fuego de la vocación, el fuego temerario de la palabra que se atreve a alumbrar las tinieblas y no retrocede un paso.
La Schlichting era —sigue siendo— una llama, la llama más intrépida que incendiaba las páginas de este periódico. Y una parte de esa llama —su fulgor y su cálida permanencia— se congrega en las páginas de Yo viví en un harén, que me ha traído la luz de aquellos días en que el mundo todavía era joven, y nosotros también.
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