jueves, 10 de julio de 2008

DEFENSA DE LA LENGUA COMUN







Traemos aquí un interesante artículo de D. Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos, relacionado con la lengua común.

El porqué

del Manifiesto

... Estas dos son las razones que justifican su respaldo. La primera, el derecho de todo español, con independencia del lugar de residencia, a utilizar el castellano, en tanto que lengua común y oficial del . Estado. La segunda, la violación flagrante de la Constitución y las leyes. Todo lo demás ni es la cuestión en litigio ni se encuentra en peligro. ¡No nos dejemos confundir!...

LA noticia más sobresaliente de los últimos días es la presentación del Manifiesto por la Lengua Común en el Ateneo de Madrid. Una acción avalada por una pléyade de destacados inte­lectuales de las más variadas ramas del conoci­miento. Una pertinente proclama en defensa del de­recho de todo español al uso del castellano como lengua común. Un ejemplo de lo que se echa en fal­ta en esta languideciente España constitucional: la participación decidida de una diletante sociedad civil y un compromiso comprometido de sus inte­lectuales, al que se han ido adhiriendo, paulatina pero imparablemente, personas de toda condición. Por más que, como era tristemente previsible, lo que debía ser una «política de Estado», ha termina­do, por razones partidistas, por politizarse. No pue­de entenderse de otra forma que despierte recelos el derecho de usar el castellano como lengua co­mún y oficial, el derecho de los ciudadanos que lo deseen a ser educados en lengua castellana, el dere­cho en las Comunidades bilingües a ser atendidos institucionalmente en las dos lenguas oficiales, la posibilidad de rotular los edificios y vías públicas en ambas lenguas y la acción de los representantes políticos a utilizar el castellano en sus funciones institucionales.

Los Manifiestos —cualquiera que sea la denomi­nación—siguen pues bien presentes. Desde los más religiosos, como los Diez Mandamientos de Moisés del Monte Sinaí y las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña, hasta las proclamas revoluciona­rias del siglo XVIII: laDeclaración de Independencia americana en 1776 o la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Sin ol­vidar el Manifiesto Comunista de 1848 o, entre noso­tros, el Manifiesto de Manzanares de Cánovas del Castillo en 1854, el Manifiesto Andalucista de Córdo­ba de 1919 o élManifiesto de los Intelectuales Españo­les en Defensa de la II República en 1931.


He leído toda clase de argumentos sobre nues­tro Manifiesto por la Lengua Común, y su justi­ficación me parece oportuna. Llevamos demasia­dos años avalando, ya sea por activa concesión o por pasiva dejación, un arrinconamiento del caste­llano como lengua común en muchos lugares de Es­paña. Lo que comenzaba tolerándose en Cataluña y el País Vasco finalizaba por extenderse mimética-mente a Galicia e Islas Baleares, y no sé lo que tarda­rá en suceder en la Comunidad Valenciana. Unos te­rritorios donde una excluyente política lingüística, ya sea defacto o de iure, ha cercenado la posibilidad real de su uso. Una lengua que se posterga en las Ad­ministraciones Públicas, se relega en la vida profe­sional, se desdeña en la actividad económica, se eli­mina de las calles y se posterga en la enseñanza. Ello con el beneplácito o la indiferencia de unos acomplejados poderes públicos nacionales incapa­ces de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes. Estas dos son las razones que justifican su respaldo. La primera, el derecho de todo español, con independencia del lugar de residencia, a utili­zar el castellano, en tanto que lengua común y ofi­cial del Estado. La segunda, la violación flagrante de la Constitución y las leyes. Todo lo demás ni es la cuestión en litigio ni se encuentra en peligro. ¡No nos dejemos confundir!

Nunca me he considerado lo que hoy denominan algunos interesadamente nacionalista español. Me siento español, mientras me siento simultáneamen­te riojano y andaluz, mis dos raíces familiares. No ejerzo perfil expansionista, ni fagocitador de nada. Tampoco anhelo jacobinamente uniformidades in­deseables. Me encuentro cómodo, dentro de las sin­gularidades de nuestros territorios. Viajo frecuen­temente al País Vasco y, sobre todo, a Cataluña, don­de disfruto de excelentes amigos y despliego relacio­nes institucionales fluidas. Y no he tenido nunca problemas para comunicarme en ningún estableci­miento comercial. Dichas sociedades, salvo excep­ciones, son mayoritariamente bilingües y toleran­tes. La exclusión proviene de cierta clase política.


Y, por lo demás, y a pesar de los excesos en la construcción del Estado de las Autonomías, re­conozco sus bondades. Basta con pasear por nues­tras ciudades para percibir su desarrollo económi­co, mientras soy un convencido de la riqueza cultu­ral de las lenguas de España. Me encantan, por ejemplo, la prosa de Alvaro Cunqueiro y los poemas de Pere Gimferrer. Aunque no pueda desconocer ciertos excesos: la rácana postergación de los ele­mentos comunes y la exaltación de los nimios dife-renciadores, las burdas y graves deslealtades de al­gunos, la abdicación de las potestades estatales, las injustificadas duplicidades administrativas, la hi­pertrofia autonómica institucional y sus altos cos­tes económicos. Pero aun así, las cosas no han fun­cionado mal, por más que siga pendiente la necesi­dad de cerrar el múdelo de Estado —tras la reforma de la Constitución—, pues no hay sistema político que soporte las tensiones de las inagotables recla­maciones centrífugas competenciales. Pero ésta es otra cuestión.

Dicho esto, tampoco está en juego la superviven­cia del castellano. Una lengua libre y cosmopolita hablada por casi 450 millones de personas en todo el mundo. Basta con desplazarse a México, ir a Brasil, acercarse a las más prestigiosas universidades americanas, estudiar en centros europeos de exce­lencia, incluso desplazarse a China y la India, para constatar su fortaleza presente y su mejor futuro. La reciente creación del Centro Internacional del .Español en Comillas así lo atestigua. «El español —ha dicho Cees Nooteboom— es un idioma enor­me». Aquí lo que está en juego es diferente.

Nos referimos a otra cosa: a la tutela de un derecho que afecta a personas, a una libertad individual de naturaleza constitucional. Así se prescribe en el artículo 3.1 de nuestra Carta Magna de 1978 – siguiendo la progresiva estela de la Constitución de la II República—: «El castellano es la lengua españo­la oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». Una regu­lación que debía satisfacer, como indicó pronto el Tribunal Constitucional, el deber individualizado de conocerlo y la presunción de que todos los espa­ñoles lo conocen (STC 82/1986). Una realidad im­practicable para muchos padres que no pueden esco­ger la lengua común en que educar a sus hijos, la cre-

cre­ciente imposibilidad práctica de su ejercicio en la vi­da oficial y su defectuoso conocimiento por los jóve­nes. Un derecho afectado por una política lingüísti­ca excluyente. Una «acción de falsa normalización» políticamente ruin, económicamente disparatada, socialmente injusta y educativamente suicida.

En tal contexto, el castellano no puede desple­gar su función de lengua vehicular común, de ex­presión normal entre los ciudadanos y sus Admi­nistraciones públicas. Al tiempo que exterioriza la incapacidad del Estado para cumplir otro mandato constitucional: el aseguramiento del principio de igualdad de todos los españoles (artículos 14 y 149.1.1 CE), lo que provoca que las familias que lo de­seen no puedan escolarizar a sus hijos en nuestra lengua común. Una circunstancia especialmente grave para quienes disfrutan de escasos recursos económicos. ¡Los derechos son de las personas, no de las lenguas ni de los territorios!


La segunda razón para avalar el Manifiesto es lo que supone de denuncia de reiterada infrac­ción de la Constitución y las leyes. Los ciudada­nos y los poderes públicos están sometidos, como dice el artículo 9.1 de la Constitución, a lo dispues­to en ellas. Especialmente estos últimos, con «un deber positivo de los titulares de los poderes públi­cos de realizar sus funciones de acuerdo con la Constitución» (STC 101/1983). Montesquieu seña­laba la importancia de su respeto: «La libertad es el derecho a hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohiben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad». De es­to es de lo que hablamos.

PEDRO GONZALEZ-TREVIJANO

Rector de la Universidad Rey Juan Carlos