sábado, 3 de mayo de 2008

CHIKI - CHIKI


La verdadera misión del humor es reirnos de nosotros mismos.
Es lo que sostiene Juan Manuel de Prada en su bello artículo.

“CHIKI – CHIKI”

Estaba el otro día en un andén del metro, echán­dome unas risas con mi hija mientras ensayába­mos los cuatro movi­mientos del Chiki-Chiki (ya saben: el 'brikindans', el 'crusaíto', el 'maiquelyason' y el 'robocó'), a los que ella ha incorporado alguno de su cosecha. Entonces se me acercó un señor, entre consternado y perplejo, y me preguntó: «Pero... ¿es usted Juan Manuel de Prada?». A lo que yo contesté con un asentimiento. «¿Y cómo deja que su hija baile esa mamarrachada?» Con­fesaré que el rubor trepó a mis mejillas; ensayé una respuesta que era más bien un balbuceo: «Pues... hombre, la niña se divierte. Y yo... en fin, qué quiere que le diga... también me divierto». Esto último lo dije casi en un susurro, en ese tono entre confidencial y vergonzante con que reconocemos nuestras debilidades. «¡Pues vaya manera de divertirse! —se enfadó mi amonestador—. ¡Esa can­ción estúpida es una vergüenza para los españoles! ¿Es que no se da cuenta? ¡El mundo entero va a identificarnos con esa sandez!» Llegó en ese momento el metro que mi hija y yo estábamos esperando, inundando el andén con su estrépito, y la conversación quedó inte­rrumpida. Yo me quedé un poco mohí­no, pues no había hallado una respuesta que me sirviera de descargo ante mi anónimo interlocutor; pero, en el trayec­to hasta casa, mi hija consiguió que se disipara mi bochorno, diciéndome: «Pero si el Chiki-Chiki es una risa... ¿Por qué está mal reírse?».

Luego estuve dándole vueltas a esta pregunta. Los niños saben mirar el mundo con una clarividencia que nos ha abandonado a los adultos, también con una simplicidad que entra en la verdad de las cosas de un modo más ha abandonado llano y directo que todos nuestros abstrusos razonamientos. La canción del Chiki-Chiki es, desde luego, una memez; pero no creo que sea más mema que el noventa por ciento de las canciones que cantamos. Sólo que ese noventa por ciento de canciones que cantamos son memas sin saberlo, o peor todavía, memas de un modo engreído, infatuado de su propia memez: versitos melosos o campanudos; musiquitas pegadizas, etcétera; el Chiki-Chiki, en cambio, es asumidamente mema, hace de la memez —de nuestra propia memez- una parodia sin rebozo: la letra es arre­batadamente chusca, la música parece rescatada de una pachanga beoda, la coreografía que componen el humorista Chikilicuatre y sus bailarinas provoca una suerte de estupor lisérgico. Todo en ella es de una chapucería sin paliativos que en un adulto circunspecto puede provocar cierta indignación; pero creo que esa indignación es fruto de nuestra incapacidad para reírnos de nosotros mismos.

¿Y cuál es la misión del verdadero humor, sino reírnos de nosotros mis­mos? El humor más rudimentario y pringoso es el que se ríe del prójimo; el humor más elaborado tiende a reírse de nuestras propias lacras. La canción del Chiki-Chiki nos coloca ante un espejo deformante y nos obliga a asumir que somos así de horteras, así de casposos, así de botarates. Pero, además de enfren­tarnos a esta imagen poco complaciente de nosotros mismos, la canción del Chiki-Chiki ha conseguido agitar una especie de movimiento de terrorismo televisivo sumamente saludable. Su pro­motor, Andreu Buenafuente, merece por ello nuestro aplauso: la idea de presentar la candidatura del Chiki-Chiki al festival de Eurovisión constituye una de las bur­las más desinfectantes e ingeniosas que uno recuerde en la historia del medio televisivo; una burla realizada, además, desde dentro, acatando las reglas de juego impuestas por el medio, sacando partido de sus artimañas. Sólo por ello, Buenafuente debería ser recordado como uno de los más grandes humoristas de nuestra época. Porque lo suyo no ha sido una mera burla del festival de Eurovisión (uno de los cónclaves tradicionales de la caspa televisiva), ni una mera burla de los sistemas de votación popular introducidos en los últimos años en los programas de descubrimiento de presuntos talentos (Operaciones Triun­fo y demás morralla imitativa), sino una burla de mayor alcance, una burla oceánica que remueve los cimientos del medio, exponiéndolo —como a nosotros mismos- ante el espejo deformante de la caricatura. Después del Chiki-Chiki, la televisión ya no será la misma: de algún modo, la ocurrencia de Buenafuente ha servido como catalizador de una revuel­ta gamberra que obliga a la televisión a reírse de sí misma, a aceptar su propia memez engreída. ■

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