sábado, 3 de mayo de 2008

Pederastia. Cuando no es posible callar


Interesante artículo de Carmen Posadas sobre pederastia.

Cuando no es posible callar

De todo el terrible caso Mariluz hay un dato que me estremece especial­mente, el incomprensible papel que juega en la historia la mujer del pederasta Santiago del Valle. Ahora sabemos que ella fue testigo cómplice de los abusos conti­nuados que el individuo infligía a su hija de cinco años. Como el foco me­diático a menudo es estrecho y yo diría que también obtuso, prácticamente no ha habido cobertura de esta segunda infamia, excepto en un interesante ar­tículo de Virginia Rodenas. Gracias a él he podido saber que la actitud de la mujer de Del Valle no es en absoluto un caso aislado, sino que hay muchas historias negras de mujeres encubrido­ras.

Como en mi infancia yo tuve no­ticia directa de una situación parecida en la persona de mi mejor amiga, me ha sorprendido (y aterrado) la similitud que existe entre todos los casos. Lo primero que hay que señalar es el trá­gico pacto de silencio que rodea estas actitudes intolerables. Ni las víctimas, en este caso un niño o una niña, ni los hermanos, que casi siempre lo saben, ni tampoco la madre se atreven a ha­blar. ¿Las razones? En los dos primeros casos, la respuesta es fácil: el miedo y también la vergüenza. En el segundo, en cambio, los factores que intervienen son de índole más compleja. En el caso de mi amiga, yo fui testigo de cómo actuaba su madre. Era una mujer muy guapa, madre atenta y compresiva, per­teneciente a una familia convencional.

Mi amiga, como tantos otros niños, jamás se atrevió a confesarle la verdad más que a través de veladísimas alusio­nes, pero esta señora tenía una forma muy eficaz de despejar todas las insi­nuaciones. Consistía en hablar a me­nudo de la «calenturienta» imaginación de su hija. «Mariana es Antoñita la Fantástica, ni te imaginas las cosas que se le ocurren, seguro que va para escri­tora», decía, y derramaba sobre su hija y sobre mí una deliciosa sonrisa antes de proponer llevarnos al cine y a merendar.

Los psicólogos que estudian es­tos casos coinciden en señalar que tan voluntaria (y yo diría criminal) ceguera se debe a dos desgraciados fenómenos. Uno es la dependencia económica que en muchas familias las mujeres todavía tienen de los hombres. La segunda es que el hecho de reconocer que algo tan terrible está ocurriendo es tanto como reconocer que ella ha hecho algo mal. Que ha fracasado como madre, porque no ha sabido proteger a sus hijos. Que ha fracasado como mujer, puesto que su marido se fija en otra, nada menos que en su propia hija. Y, por fin, que ha fracasado como persona, porque su familia y su matrimonio son una farsa que todo el mundo descubrirá cuando se destape el escándalo. Los vericuetos de la mente son tan tortuosos que muchas veces llevan a las peores infamias.

Ahora que el asunto Mariluz ha puesto de relieve el terrible drama de la pederastia, no es superfluo seña­lar que más del ochenta por ciento de las agresiones sexuales a menores son cometidas por un familiar o conocido de la víctima. De aquéllas, únicamente el quince por ciento se da a conocer a las autoridades y apenas el cinco por ciento acaba en un proceso judicial. De ahí que lo peor sea el silencio. Al igual que en el caso de las mujeres maltrata­das, hasta hace poco lo que ocurría de puertas adentro se consideraba un «ca­so privado» en el que no había que me­terse, otro tanto ocurre con los abusos infantiles. Y no hace falta que se trate de abusos sexuales. Hablo también del bullying y de otras humillaciones que los niños sufren en silencio porque no se atreven a hablar puesto que está feo chivarse. Vivimos en una sociedad en la que siempre se ha desdeñado a los que van con el cuento. 'Chivato', 'soplón', 'delator', 'acusica'... hemos inventado multitud de palabras para describirlos, a cual más despectiva. Y, sin embargo, no siempre es posible el silencio, ni mirar hacia otra parte, ni decir no es asunto mío. En estos y en otros sucesos menos graves, a veces hay que implicarse.

Echando la vista atrás, yo también podría haber hecho algo por ayudar a mi amiga y nunca lo hice. Dondequiera que esté, espero que ese terrible secreto que ninguno la ayudamos a sobrellevar sea ya en su vi­da tan sólo una (aparentemente) lejana pesadilla.

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