En el ABC de ayer Manuel Martín Ferrand publica un bello artículo referente
al nuevo órgano de la Colegiata de Castañeda que transcribo a continuación
EL ÓRGANO DE CASTAÑEDA
EL Pisueña, afluente del Pas y médula del municipio de Castañeda, en Cantabria, regatea con un meandro el solar en que se alza la Colegiata que lleva el nombre de la Santa Cruz y del lugar: una joya románica, del XII, coetánea de las de Santillana, Cervatos y San Martín de Elines.
Si se me permite la parcialidad, la de Castañeda es la más hermosa de todas ellas. Lo sé por experiencia. Llevo muchos años, bajo un fresno próximo, viéndola amanecer, unas veces con bruma y otras con sol. Es el centro de mi paraíso personal, el lugar en que campito para compensar los excesos urbanos de todo el año y donde Red Eléctrica, con la pasividad de las autoridades cántabras, se ha propuesto adelgazar los. encantos naturales con un mastodóntico tendido de alta tensión.
Un lugar de paz y sencilla vecindad al que protegen los flancos los municipios vecinos de Santa María de Cayón y Puenteviesgo.
El domingo tuvimos fiesta en Castañeda. Un vecino piadoso ha querido mejorar con sonidos la perfección pétrea de la Colegiata y le ha donado un magnífico órgano litúrgico. Su bendición fue un acto memorable. El obispo de Santander, Vicente Jiménez, y los párrocos de Ontaneda, Ontoria, Nova-les —los mejores limones del Cantábrico—, Potes —los mejores garbanzos del mundo— y Soto de la Marina, con una parte del cabildo catedralicio y José Ceballos, que lleva 64 años ejerciendo el sacerdocio junto al Pisueña, acompañaron al titular de la Colegiata, Luis Carlos Fernández. Una Eucaristía plena de solemnidad en la que el nuevo órgano lució sus mil y pico tubos y sentó sus reales de emoción y riqueza litúrgicas.
No cuento lo de más arriba por el puro regocijo personal ante algo rigurosamente bello y pleno de sentido: un concilio cántabro abundante en latines y con una homilía del ordinario del lugar especialmente grata para quienes tenemos en la música uno de los premios con los que la vida nos gratifica y compensa. Al margen de su contenido de fe y devoción, fue una muestra de civilización y cultura cristianas. Sin Aristóteles, sin el Derecho Romano y sin estas notas que van del ábside de una colegiata a la filigrana del teclado de un órgano, no seríamos nada. Sólo nos enriquecen los supuestos que se han ido depurando durante más de dos docenas de siglos y el talento de un par de centenares de sabios y grandes pensadores. Lo
Con dichas palabras terminó Ramón Tamames una entrevista que le hicieron en una Cadena de Televisión hace dos o tres días. Reproduzco a continuación lo que pude grabar de la citada entrevista.
Traemos hoy aquí dos artículos que Juan Manuel de Prada ha publicado recientemente
en el periódico ABC, sobre la tercera enciclíca de S.S. Benedicto XVI:
EL ÁNGULO OSCURO
Benedictinas I
LA esperada encíclica social de Benedicto XVI provoca en el lector no completamente obturado por el pienso ideológico una gratificante impresión de árbol frondoso donde las muchas ramas se alimentan de una misma savia originaria. Justamente la impresión contraria que nos suscitan tantos diagnósticos contemporáneos, que nos abruman con su follaje desarraigado; y ya se sabe que donde faltan las raíces todo verdor acaba amustiándose.
Benedicto XVI empieza rebelándose contra la caridad degenerada en «mero sentimentalismo», un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente de emociones y opiniones contingentes; y contra esa caridad encerrada en la cárcel de la emotividad postula una caridad que esté al servicio de la «promoción integral del hombre». Promoción que no será posible mientras al hombre no se le restituya su verdadera naturaleza, mientras no se le permita su pleno desarrollo, que frente a lo que preconizan las concepciones materialistas y mecanicistas en boga incluye su desarrollo espiritual, el conocimiento profundo del alma que dialoga consigo misma y con suCreador. Porque sólo de ese diálogo puede nacer una fraternidad verdadera, que no es otra sino la que se reconoce en una paternidad común.
Benedicto XVI se acoge en Caritas in Veritate —como no podía ser de otro modo en alguien tan preocupado por profundizar en la «continuidad de vida» de la Iglesia, combatiendo esos sofismas que hablan de una Iglesia «preconciliar» y otra «postconciliar>, al patrimonio doctrinal transmitido por los Apóstoles a los Padres de la Iglesia, elaborado por sus grandes Doctores, testimoniado por sus mártires y puesto al día —en «fidelidad dinámica»— por los Papas.
La tercera encíclica de Benedicto XVI se configura, pues, como un gran homenaje a esa Tradición, y muy especialmente a la Populorum progressio de Pablo VI. Benedicto XVI vuelve aquí a alertarnos contra el peligro de las ideologías, que simplifican de manera artificiosa la realidad, creando «graves antinomias» en el pensamiento, tergiversaciones que nos envilecen y alienan, fragmentando nuestra capacidad de discernimiento moral. Cuando se detiene a señalar las contradicciones de esa moral fragmentada por la influencia perniciosa de las ideologías, la encíclica alcanza algunos de sus pasajes más memorables.
Ocurre así, por ejemplo, cuando se reflexiona sobre el respeto que debemos a la naturaleza. La ideología en boga ha hecho del ecologismo uno de sus grandes es‑
tandartes; pero, a la vez que promueve la salvaguarda de la ecología ambiental, la ideología nos hace extraviar el concepto de ecología humana, aceptando el crimen del aborto. ¿Cómo se puede amar la naturaleza si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida? Sólo cuando en la naturaleza se contempla el prodigioso resultado de la intervención creadora de Dios se cura esa antinomia infligida por la ideología. Sólo entonces vemos en el pájaro, en el agua o en la flor a esos hermanos de los que nos hablaba san Francisco, dones admirables de un Creador que nos exigen un cuidado amoroso, nunca instrumental o arbitrario.
El hombre cobra entonces conciencia de su responsabilidad ante la naturaleza; y, como depositario de esa responsabilidad, cobra también conciencia de su lugar en la Creación. Y entonces la alianza entre medio ambiente y ser humano es plena; y una ideología que preconiza el respeto a la naturaleza a la vez que pierde el respeto a la naturaleza del hombre mismo se torna degradante. Porque, de repente, «el libro de la naturaleza se torna uno e indivisible»; y los deberes que tenemos con el medio ambiente son el corolario natural de los deberes que tenemos para con la persona considera en sí misma y en su relación con los otros. Esta es la «promoción integral del hombre» que las ideologías no se bastan a abarcar.
Benedictinas II
Otro de los pasajes memorables de Caritas in Veritate nos lo tropezamos
hacia el final de la encíclica, en el capítulo que Benedicto XVI dedica a
lo que podríamos denominar la idolatría de la técnica. Frente a la
pretensión prometeica propia de nuestra época, que postula una libertad
omnímoda en el dominio de la materia, deslumbrada por sus falsos prodigios,
Benedicto XVI propone un desarrollo técnico en el que se confirme el
dominio del espíritu sobre la materia, donde la libertad humana para
mejorar las condiciones de vida, ahorrar esfuerzos o evitar riesgos esté
precedida por la responsabilidad moral, por el reconocimiento del bien
que la precede. Como decía el gran Leonardo Castellani, «la libertad no
propiamente un movimiento, sino un poder moverse solamente; y en el
moverse lo que importa es Hacia Dónde; lo que determina el movimiento
-dicen los filósofos- y lo hace chico o grande, bueno o malo, es el término
dónde». Una libertad que no sabe hacia dónde va es peor que la ausencia
libertad, del mismo modo que la sofística es peor que la ausencia de filosofía
o la superstición es peor que la ausencia de religión; y la idolatría de la técnica
que hoy padecemos es una superstición en la que el hombre -nos dice
Benedicto XVI- «se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los
porqués que lo impulsan a actuar».
Esta adoración de la técnica (que es, a la postre, «adoración de la criatura
en lugar del Creador», como leemos en la Epístola a los Romanos) se
está erigiendo en un nuevo «poder ideológico», una suerte de apriorismo
se antepone a la responsabilidad moral del hombre y le impide juzgar las
de sus actos, más allá de un «horizonte cultural tecnocrático». Las consecuencias
de este absolutismo de la técnica, desligado de la responsabilidad moral,
desligado de un necesario cauce humanista, las constata Benedicto XVI
por doquier, con las consecuencias previsibles: «el empresario considera
como único criterio de acción el máximo beneficio en la producción; el político,
la consolidación del poder; el científico, el resultado de sus descubrimientos».
Los gobernantes cifran la salida de la crisis en ingenierías financieras, en
aperturas de mercados, en bajadas (o subidas) de impuestos y reformas
institucionales; pero todas estas medidas meramente técnicas no logran
solucionar el problema, porque, como nos advierte Benedicto XVI,
desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadoreseconómicos y
agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada
del bien común». Aquí resuenan tácitamente aquellas palabras del salmista:
«Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles».
Ese mismo trabajo baldío, meramente tecnocrático, lo descubrimos en los
empeños gubernativos por alcanzar una paz que no se sustenta en
«valores fundamentados en la verdad de la vida», sino meramente
en equilibrios diplomáticos e intercambios económicos. Lo descubrimos
también en unos medios de comunicación que, a la vez que aumentan
gracias al desarrollo tecnológico sus posibilidades de difusión, han extraviado
su sentido antropológico. Y lo descubrimos, en fin, en el ámbito de la bioética,
el absolutismo de la técnica alcanza su máxima expresión, rechazando
una razón abierta a la trascendencia y atrincherándose en una concepción
puramente materialista y mecanicista de la vida humana. Esta idolatría de la
técnica, que cercena las posibilidades de crecimiento espiritual del hombre,
que oprime el alma a la vez que alcanza cúspides de desarrollo material, está
creando «una conciencia incapaz de reconocer lo humano», incapaz de
a sí misma y de conocer la verdad que Dios ha impreso germinalmente
en ella». Está creando una época entontecida por la soberbia de la r
azón encerrada en la pura inmanencia; una época, en fin, inhumana.
En el canal de TV Telemadrid, en el Círculo a primera hora,
Ely del Valle ha entrevistado a D. Manuel Pizarro. Por su in-
terés traemos aqui, en formato de vídeo, dicha entrevista.
Así se titula un bello artículo que ayer publicó en ABC Juan Manuel de Prada, y que transcribo a continuación:
EL ÁNGULO OSCURO
Aparición del Anticristo
AL suroeste de la Umbría, encaramada sobre un abrupto promontorio de toba,
se halla Orvieto, la ciudad más hermosa del orbe. A Orvieto el viajero sube
en funicular desde la verdeante llanura; y apenas ha pisado sus calles angostas,
lo sacude la impresión de hallarse en un mundo que ha dimitido de los relojes.
El viajero se extravía entre casas menestrales y palacios desmigajados por la
herrumbre de los siglos, entre iglesias florecidas de líquenes y campanarios que
se asoman al vértigo de las escarpaduras, susurrando una letanía que exorciza el
riesgo de derrumbe.
Todo Orvieto está construido con la misma piedra toba del promontorio sobre el
que se erige; y a la luz del atardecer el color terroso de la toba se incendia hasta
tornarse incandescente, llenando las callejuelas más sombrías de un resplandor
ambarino. El viajero prosigue su paseo sin rumbo hasta que, allá al fondo,
vislumbra, coronado de vencejos, un alto acantilado de piedra sobre el que se
estrella con estrépito el crepúsculo.
Es la fachada de la catedral de Orvieto, cuyos mosaicos enceguecen al mismo
sol, cuyas agujas arañan el vientre de las nubes, cuyos bajorrelieves
ilustran, en un tumulto de formas serpenteantes, la historia de la Salvación.
Las altísimas naves de la catedral están erigidas con hileras alternas de
mármol y basalto; en su interior, apenas se cuela una luz exangüe que
parece amedrentada por la vastedad del lugar. En una capilla lateral se
guarda el tesoro más precioso de Orvieto, el más intimidante también.
Son los frescos de Luca Signorelli, realizados en el gozne de los siglos XV
y XVI, que representan con apabullante majestad y abigarrado dinamismo
escenas del Apocalipsis.
Allá en el techo de la capilla, Cristo preside desde su cielo teológico el Juicio
Universal, escoltado por una cohorte de vírgenes y mártires, apóstoles y
patriarcas. En las paredes de la capilla se suceden los prodigios de los Últimos
Tiempos : asistimos, bajo un cielo teñido de sangre y sobrevolado de ángeles
que derraman fuego, al pánico de una multitud que no ha desoído las
advertencias de los profetas; asistimos, bajo una luz de alborada, a la
resurrección perpleja y primaveral de la carne; asistimos al dramático y
hormigueante aquelarre de los condenados, sobre los que se abalanzan,
como buitres sobre la carroña, demonios verdosos y azulencos de alas
membranosas; asistimos, bajo una lluvia de flores, a la coronación de los
bienaventurados, a quienes guían en su ascenso a la Jerusalén celeste
ángeles que tañen arpas y laúdes.
Pero estas escenas palidecen ante la más enigmática y ominosa de todas ellas, en la que contemplamos la predicación de un hombre, elevado sobre un pedestal de adoración, en cuyo derredor se apiña una multitud que le ofrenda cuanto posee y lo escucha entre arrobada y confusa.
¿Quién es ese hombre misterioso? A simple vista parece Jesucristo, con su rostro barbado y su apostura mesiánica; pero entonces el viajero repara en la figura de Satanás, bella y artera, que le susurra insidias al oído y le desliza amorosamente un brazo cómplice bajo su manto.
Y a la memoria del viajero acude entonces aquella terrible reflexión del cardenal
Newman: nadie se parecerá tanto al Hijo de Dios como el hombre de iniquidad
que embaucará al mundo con sus engañosos portentos, trayendo una paz y una
prosperidad impías, amasadas con la sangre de los últimos mártires; nadie se
parecerá tanto al Mesías como el falso mesías que aparecerá hacia el final de los
tiempos.
El viajero comprende entonces que ese hombre que Signorelli ha pintado con rasgos
recuerdan a los de Cristo es en realidad el Anticristo; y, mientras el horror se
derrama en su sangre, abandona la catedral. Afuera, los vencejos chillan
despavoridos, el sol se encoge entre nubarrones y los primeros truenos
de la tormenta riñen con un velo de ceniza el resplandor ambarino de
Siempre me ha resultado interesante la manera de pensar de Cristóbal Montoro, a quien yo llamo el Mago de las Finanzas, por su sabiduría al aplicar la Política Económica durante la égida de Manuel Aznar.