viernes, 17 de julio de 2009

Benedictinas, por Juan Manuel de Prada

Traemos hoy aquí dos artículos que Juan Manuel de Prada ha publicado recientemente
en el periódico ABC, sobre la tercera enciclíca de S.S. Benedicto XVI:

EL ÁNGULO OSCURO

Benedictinas I

LA esperada encíclica social de Benedicto XVI provoca en el lector no completamente obturado por el pienso ideológico una gratificante impresión de árbol frondoso donde las muchas ramas se alimen­tan de una misma savia originaria. Justamente la im­presión contraria que nos suscitan tantos diagnósticos contemporáneos, que nos abruman con su follaje des­arraigado; y ya se sabe que donde faltan las raíces todo verdor acaba amustiándose.

Benedicto XVI empieza re­belándose contra la caridad degenerada en «mero senti­mentalismo», un envoltorio vacío que se rellena arbitra­riamente de emociones y opiniones contingentes; y contra esa caridad encerrada en la cárcel de la emotividad postula una caridad que esté al ser­vicio de la «promoción integral del hombre». Promoción que no será posible mientras al hom­bre no se le restituya su verdadera naturaleza, mientras no se le permita su pleno desarrollo, que frente a lo que preconizan las concepciones materialistas y mecanicistas en boga incluye su desarrollo espiritual, el conocimiento profundo del alma que dialoga consigo misma y con su Creador. Porque sólo de ese diálogo puede na­cer una fraternidad verdadera, que no es otra sino la que se reconoce en una paternidad común.

Benedicto XVI se acoge en Caritas in Veritate —co­mo no podía ser de otro modo en alguien tan preocupa­do por profundizar en la «continuidad de vida» de la Iglesia, combatiendo esos sofismas que hablan de una Iglesia «preconciliar» y otra «postconciliar>, al patri­monio doctrinal transmitido por los Apóstoles a los Pa­dres de la Iglesia, elaborado por sus grandes Doctores, testimoniado por sus mártires y puesto al día —en «fide­lidad dinámica»— por los Papas.

La tercera encíclica de Benedicto XVI se configura, pues, como un gran home­naje a esa Tradición, y muy especialmente a la Populo­rum progressio de Pablo VI. Benedicto XVI vuelve aquí a alertarnos contra el peligro de las ideologías, que simplifican de manera artificiosa la realidad, creando «gra­ves antinomias» en el pensamiento, tergiversaciones que nos envilecen y alienan, fragmentando nuestra ca­pacidad de discernimiento moral. Cuando se detiene a señalar las contradicciones de esa moral fragmentada por la influencia perniciosa de las ideologías, la encícli­ca alcanza algunos de sus pasajes más memorables.

Ocurre así, por ejemplo, cuando se reflexiona sobre el respeto que debemos a la naturaleza. La ideología en boga ha hecho del ecologismo uno de sus grandes es‑
tandartes; pero, a la vez que promueve la salvaguarda de la ecología ambiental, la ideología nos hace extraviar el concepto de ecología humana, aceptando el crimen del aborto. ¿Cómo se puede amar la naturaleza si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida? Sólo cuando en la naturaleza se contempla el prodigioso resultado de la intervención creadora de Dios se cura esa antinomia infligida por la ideología. Sólo entonces vemos en el pájaro, en el agua o en la flor a esos hermanos de los que nos hablaba san Francisco, dones admirables de un Creador que nos exigen un cuidado amoroso, nunca instrumental o arbitrario.

El hombre cobra en­tonces conciencia de su responsabilidad ante la natura­leza; y, como depositario de esa responsabilidad, cobra también conciencia de su lugar en la Creación. Y enton­ces la alianza entre medio ambiente y ser humano es plena; y una ideología que preconiza el respeto a la na­turaleza a la vez que pierde el respeto a la naturaleza del hombre mismo se torna degradante. Porque, de re­pente, «el libro de la naturaleza se torna uno e indivisi­ble»; y los deberes que tenemos con el medio ambiente son el corolario natural de los deberes que tenemos pa­ra con la persona considera en sí misma y en su relación con los otros. Esta es la «promoción integral del hom­bre» que las ideologías no se bastan a abarcar.

Benedictinas II


Otro de los pasajes memorables de Caritas in Veritate nos lo tropezamos

hacia el final de la encíclica, en el capítulo que Benedicto XVI dedica a

lo que podríamos denominar la idolatría de la técnica. Frente a la

pretensión prometeica propia de nuestra época, que postula una libertad

omnímoda en el dominio de la materia, deslumbrada por sus falsos prodigios,

Benedicto XVI propone un desarrollo técnico en el que se confirme el

dominio del espíritu sobre la materia, donde la libertad humana para

mejorar las condiciones de vida, ahorrar esfuerzos o evitar riesgos esté

precedida por la responsabilidad moral, por el reconocimiento del bien

que la precede. Como decía el gran Leonardo Castellani, «la libertad no

propiamente un movimiento, sino un poder moverse solamente; y en el

moverse lo que importa es Hacia Dónde; lo que determina el movimiento

-dicen los filósofos- y lo hace chico o grande, bueno o malo, es el término

dónde». Una libertad que no sabe hacia dónde va es peor que la ausencia

libertad, del mismo modo que la sofística es peor que la ausencia de filosofía

o la superstición es peor que la ausencia de religión; y la idolatría de la técnica

que hoy padecemos es una superstición en la que el hombre -nos dice

Benedicto XVI- «se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los

porqués que lo impulsan a actuar».

Esta adoración de la técnica (que es, a la postre, «adoración de la criatura

en lugar del Creador», como leemos en la Epístola a los Romanos) se

está erigiendo en un nuevo «poder ideológico», una suerte de apriorismo

se antepone a la responsabilidad moral del hombre y le impide juzgar las

de sus actos, más allá de un «horizonte cultural tecnocrático». Las consecuencias

de este absolutismo de la técnica, desligado de la responsabilidad moral,

desligado de un necesario cauce humanista, las constata Benedicto XVI

por doquier, con las consecuencias previsibles: «el empresario considera

como único criterio de acción el máximo beneficio en la producción; el político,

la consolidación del poder; el científico, el resultado de sus descubrimientos».

Los gobernantes cifran la salida de la crisis en ingenierías financieras, en

aperturas de mercados, en bajadas (o subidas) de impuestos y reformas

institucionales; pero todas estas medidas meramente técnicas no logran

solucionar el problema, porque, como nos advierte Benedicto XVI,

desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y

agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada

del bien común». Aquí resuenan tácitamente aquellas palabras del salmista:

«Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles».

Ese mismo trabajo baldío, meramente tecnocrático, lo descubrimos en los

empeños gubernativos por alcanzar una paz que no se sustenta en

«valores fundamentados en la verdad de la vida», sino meramente

en equilibrios diplomáticos e intercambios económicos. Lo descubrimos

también en unos medios de comunicación que, a la vez que aumentan

gracias al desarrollo tecnológico sus posibilidades de difusión, han extraviado

su sentido antropológico. Y lo descubrimos, en fin, en el ámbito de la bioética,

el absolutismo de la técnica alcanza su máxima expresión, rechazando

una razón abierta a la trascendencia y atrincherándose en una concepción

puramente materialista y mecanicista de la vida humana. Esta idolatría de la

técnica, que cercena las posibilidades de crecimiento espiritual del hombre,

que oprime el alma a la vez que alcanza cúspides de desarrollo material, está

creando «una conciencia incapaz de reconocer lo humano», incapaz de

a sí misma y de conocer la verdad que Dios ha impreso germinalmente

en ella». Está creando una época entontecida por la soberbia de la r

azón encerrada en la pura inmanencia; una época, en fin, inhumana.


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