domingo, 5 de julio de 2009

APARICION DEL ANTICRISTO
















































Así se titula un bello artículo que ayer publicó en ABC Juan Manuel de Prada, y que transcribo a continuación:


EL ÁNGULO OSCURO

Aparición del Anticristo

AL suroeste de la Umbría, encaramada sobre un abrupto promontorio de toba,

se halla Orvieto, la ciudad más hermosa del orbe. A Orvieto el viajero sube

en funicular desde la verdeante llanura; y apenas ha pisado sus calles angostas,

lo sacude la impresión de hallarse en un mundo que ha dimitido de los relojes.

El viajero se extravía entre casas menestrales y palacios des­migajados por la

herrumbre de los siglos, entre iglesias florecidas de líquenes y campanarios que

se asoman al vértigo de las escarpaduras, susurrando una letanía que exorciza el

riesgo de derrumbe.

Todo Orvieto está construido con la misma piedra toba del promontorio sobre el

que se erige; y a la luz del atardecer el color te­rroso de la toba se incendia hasta

tornarse incan­descente, llenando las callejuelas más sombrías de un resplandor

ambarino. El viajero prosigue su paseo sin rumbo hasta que, allá al fondo,

vis­lumbra, coronado de vencejos, un alto acantila­do de piedra sobre el que se

estrella con estrépito el crepúsculo.

Es la fachada de la catedral de Orvieto, cuyos mosaicos enceguecen al mismo

sol, cuyas agujas arañan el vientre de las nubes, cuyos bajorrelie­ves

ilustran, en un tumulto de formas serpenteantes, la historia de la Salvación.

Las altísimas naves de la cate­dral están erigidas con hileras alternas de

mármol y ba­salto; en su interior, apenas se cuela una luz exangüe que

parece amedrentada por la vastedad del lugar. En una capilla lateral se

guarda el tesoro más precioso de Orvieto, el más intimidante también.

Son los frescos de Luca Signorelli, realizados en el gozne de los siglos XV

y XVI, que representan con apabullante majestad y abiga­rrado dinamismo

escenas del Apocalipsis.

Allá en el te­cho de la capilla, Cristo preside desde su cielo teológico el Juicio

Universal, escoltado por una cohorte de vírge­nes y mártires, apóstoles y

patriarcas. En las paredes de la capilla se suceden los prodigios de los Últimos

Tiem­pos : asistimos, bajo un cielo teñido de sangre y sobrevolado de ángeles

que derraman fuego, al pánico de una mul­titud que no ha desoído las

advertencias de los profetas; asistimos, bajo una luz de alborada, a la

resurrección per­pleja y primaveral de la carne; asistimos al dramático y

hormigueante aquelarre de los condenados, sobre los que se abalanzan,

como buitres sobre la carroña, demo­nios verdosos y azulencos de alas

membranosas; asisti­mos, bajo una lluvia de flores, a la coronación de los

bien­aventurados, a quienes guían en su ascenso a la Jerusalén celeste

ángeles que tañen arpas y laúdes.

Pero estas escenas palidecen ante la más enigmática y ominosa de todas ellas, en la que contemplamos la predicación de un hombre, elevado sobre un pedestal de adora­ción, en cuyo derredor se apiña una multitud que le ofrenda cuanto posee y lo escucha entre arrobada y confusa.

¿Quién es ese hombre misterioso? A simple vista parece Jesucristo, con su rostro barbado y su apostura mesiánica; pero entonces el viajero repara en la figura de Satanás, bella y artera, que le susurra insidias al oído y le desliza amorosamente un brazo cómplice bajo su manto.

Y a la memoria del viajero acude entonces aquella te­rrible reflexión del cardenal

Newman: nadie se parece­rá tanto al Hijo de Dios como el hombre de iniquidad

que embaucará al mundo con sus engañosos portentos, trayendo una paz y una

prosperidad impías, amasadas con la sangre de los últimos mártires; nadie se

parecerá tanto al Mesías como el falso mesías que aparecerá ha­cia el final de los

tiempos.

El viajero comprende enton­ces que ese hombre que Signorelli ha pintado con rasgos

recuerdan a los de Cristo es en realidad el Anticristo; y, mientras el horror se

derrama en su sangre, abandona la catedral. Afuera, los vencejos chillan

despavoridos, el sol se encoge entre nubarrones y los primeros truenos

de la tormenta riñen con un velo de ceniza el resplandor ambarino de

Orvieto, la ciudad más hermosa del orbe.

www.juanmanueldeprada.com

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