jueves, 15 de mayo de 2008

IGNACIO CAMACHO RECIBE EL PREMIO GONZALEZ RUANO



















Ignacio Camacho recibe el premio González Ruano por su artículo Umbrales

Ignacio Camacho recibe el premio «González-Ruano» de Periodismo

El columnista de ABC y ex director de este periódico Ignacio Camacho ha recibido el Premio González-Ruano de Periodismo, que concede la Fundación Mapfre y que está dotado con 15.000 euros y una escultura de Venancio Blanco.

Camacho ha ganado este año el González-Ruano, uno de los galardones periodísticos más prestigiosos de España, por un artículo que publicó en ABC el pasado 29 de agosto, titulado "Umbrales" y dedicado al escritor Francisco Umbral.

En años anteriores, han recogido este premio Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez Reverte, Antonio Gala, Raúl del Pozo y Antonio Burgos, ganador de la pasada edición.

En esta ocasión, el jurado ha estado compuesto por Manuel Alcántara, Juan Fernández-Layos (presidente), Antonio Gala, Marcial Loncán (secretario), Antonio Mingote, Rafael de Penagos, Raúl del Pozo, Francisco Rodríguez Adrados, Vicente Verdú y Alfonso Ussía.

Para conocimiento de nuestros lectores insertamos a continuació el artículo Umbrales que fué premiado con el González Ruano:

Umbrales

POR IGNACIO CAMACHO

29-8-2007 07:43:06

POR las torrenteras del idioma se despeñaba cada mañana el verbo caudaloso, la prosa exuberante y desbordada, la escritura restallante, tempestuosa, innovadora de Paco Umbral mientras el personaje que de sí mismo había construido se asomaba al espejo de un vértigo histórico que le devolvía la imagen áspera, snob y polémica de una impostura de malditismo. Amargo como Capote, ingenioso como Ruano, dandy como Tom Wolfe, volcánico y solitario como Baudelaire, pertinaz como Cela, atraía sobre su cabeza de león miope los relámpagos del lenguaje y los fundía en el crisol de un estilo tan imitado como ya irrepetible.

Hay un río de literatura y de ideas que atraviesa la cordillera del periodismo español desde la fuente primigenia de Larra, surca dos siglos entre los meandros de Clarín, Cavia, Camba, Pemán o Ruano y desemboca en la generación casi perdida de Campmany y Umbral, de la que ya sólo Alcántara sobrevive de pie sobre sus propias huellas como testigo de un magisterio inalcanzable. Ese río de excelencia se abre como un delta en una prensa contemporánea repleta de columnas cuyos débiles fustes empezamos a quedar huérfanos cuando se fue Jaime en otra madrugada acuchillada por un desamparo de soledades que ahora nos clava de nuevo el puñal traicionero del vacío y nos deja la oquedad insondable de las palabras heridas por la mortal y rosa caricia de la ausencia.

Escribía Umbral a puñetazos, como si quisiera arrancarles a las teclas de su vieja Olivetti los secretos del lenguaje, cuyas barreras expresivas derribaba inventando neologismos felices o acuñando términos de una modernidad reluciente y atrevida, hallazgos verbales que brincaban en sus páginas como muchachas rebeldes en una playa. Su compromiso literario era tan visceral que lo convirtió en un robinsón misántropo, capaz de ametrallar con crueles frases biseladas de acero cualquier sentimiento que amenazase con anclarle en otro territorio que no fuese el del abismo de la literatura. A menudo era hosco, provocador, soberbio, intratable y ególatra, pero enredado en la pasión de escribir se volvía un huracán avasallador y torrencial, imparable y rabioso como un genio iluminado de furia.

Disfrazado de sí mismo, creó un personaje y lo adornó, como a la estatua de Valle, con la bufanda blanca de un dandismo en el que sublimaba cualquier ideología. Era un rojo remansado que atravesaba las trincheras entre fogonazos de prosa, inclasificable con las etiquetas convencionales del sectarismo banderizo; un iconoclasta montaraz, bronco, divertido, refractario, poliédrico. Le gustaba definirse como un niño de derechas, un joven fascista, un socialista sentimental y un quinqui vestido por Pierre Cardin, y probablemente fue todas esas cosas y muchas más, inaprensible salvo en la condición de escritor total, vertiginoso y arrebatado. Las mujeres le llamaban Umbrales y tenía el honor, como Max Extrella, de no ser académico.

Y por último traemos un resumen del discurso que Ignacio Camacho pronunción en la entrega del Premio González Ruano:



LA ESTIRPE DE LARRA

JAMÁS podré olvidar la maldita, afilada, traicionera, asesina madrugada de junio en que mi teléfono de director de ABC sonó pa­ra dejarme estacado en la alta noche con el desga­rrado y brutal garrotazo de la muerte de Campmany. De golpe el tiempo huyó de él, como decía Proust, y luego abandonó a Umbral en un verano reciente de fuego y silencio, y nos dejó doblemente huérfanos, congelados, ayunos del latido matinal de su magisterio y de su rebeldía, desabrigados de su verbo tempestuoso e indómito, solos como fan­tasmas exangües vagando por un claustro ruino­so de columnas truncadas. Ha dicho Raúl del Po­zo que es costumbre arraigada del periodismo glo­sar, como Hornero, la gloria póstuma de nuestros héroes desaparecidos, del mismo modo que es obligación de los hijos enterrar a sus padres y honrar su memoria; pero en ninguna parte quedan es­critos cantos ni glosas para el desamparo cóncavo y desconsolado de los que permanecen a este lado de la despedida. Bien seguro estoy de que Raúl, que ganó el premio González Ruano con su obitua­rio a nuestro inolvidable compañero Jaime, como yo mismo en esta hora de recibirlo por despedir a Umbral con mucho menos brillo del que se mere­cía su inalcanzable grandeza, sabemos que no ha­bría mejor consuelo que el de seguir leyendo a am­bos maestros y aprendiendo de su ejemplar ejerci­cio iluminado en vez de contemplar y a duras pe­nas perseguir, desde la lejanía sin reparo de la au­sencia, la rutilante estela de fuego que ambos de­jaron como cometas irrepetibles en el firmamen­to del periodismo y la literatura.

Sobre esas estelas de genio y raza ha transitado el columnismo español de los últimos 25 ó 30 años. Si Campmany era el modelo del periodista total, articulista, director, poeta, editorialista e informador, que había cocinado en todos los fogo­nes del oficio, Umbral fue para mi generación el hallazgo baudeleriano y refulgente de una mane­ra de hacer literatura en los periódicos a partir de los materiales inmediatos de la actualidad y de la vida urbana. De alguna forma, el atractivo mag­nético, la seducción poderosa de esa vocación ca­si suicida, inmoladora, de samurai literario, ha ejercido sobre los periodistas españoles que hoy tienen menos de cincuenta años una influencia terminante y decisiva, creando una deuda moral a la que el artículo ahora premiado trataba de ren­dir modesto homenaje de deferencia y de respeto. También de reconocimiento genérico a esa estir­pe esclarecida y rebelde que, desde Larra hasta hoy, ha insuflado en las páginas de nuestra pren­sa, no pocas ocasiones a contraviento del sectaris­mo y de la intolerancia, del fanatismo y de la su­perchería, un espíritu de crítica y de independen­cia que recorre como un soplo de libertad la at­mósfera tantas veces viciada de nuestro sistema de opinión pública.

Umbral y Campmany, como antes Ruano y Cavia, como ahora nuestro decano Alcántara, admi­rable hermano mayor de la Archicofradía de la Sa­grada Columna, o Burgos, o Vicent, o Muñoz Moli­na, o Prada o Pérez Reverte —todos ellos integran­tes de esa lista de excelencia de este galardón, en la que no dejo de sentirme un intruso— nos han enseñado que literatura y periodismo no sólo no son de ningún modo incompatibles, sino que con­forman una misma tarea siamesa de contar el mundo con la palabra escrita, la vista larga y la distancia corta, mediante la herramienta preci­sa, cabal y estructurada del idioma.

Eso es lo que somos: simples testigos de los pliegues de las arrugas de los recodos de la Historia. Labriegos de la frase, letraheridos bra­ceros de la prosa con la cabeza alzada al cielo en busca del relámpago que ilumine la sombra de una idea con la que arar nuestros baldíos de pa­pel. Por cada idea un artículo, y por cada artículo una idea, enseñó el maestro César, cuyo nombre prestigia este premio que hoy tengo el honor de recibir, aunque no sé si de merecer. Porque no re­clamo otro mérito que el de ser un modesto her­mano menor de la Sagrada Cofradía de la Colum­na, un nazareno de último tramo que cada día se obliga a la jubilosa penitencia de procesionar en pos de una vocación llevando a cuestas el cirio de la pasión de escribir.

Un periodista que no sea o no aspire a ser un es­critor, sentenció Ruano, se queda sólo en un coti­lla. Y ello es así porque el artículo es un retazo de realidad envuelto en un papel e incendiado por las llamas del estilo, una mirada al mundo pauta­da en la extensión de un ideograma, un relato ca­liente y cotidiano de hechos que se sumergen bajo la materia líquida del pensamiento urgente. Es el retrato de un instante embellecido por una metá­fora, el reflejo de un detalle rescatado por un fogo­nazo de claridad, el eco de una anécdota trascen­dida por la música de una categoría o de una idea. Pero de ellos, de los maestros idos, de su sólida cohesión moral y de su luminosa independencia de criterio, aprendimos también que no es el nues­tro un oficio de fuegos artificiales, ni de hueca pi­rotecnia dialéctica que se pierde en el aire desva­necida con el eco de un trueno, sino que el privile­gio de escribir, y sobre todo la facultad de publi­car, llevan implícita una voluntad de contribuir a la formación de estados de conciencia, un profun­do compromiso ético e intelectual con la micro-historia de este tiempo. No basta con el fulgor del estilo, ni con el brillo de la retórica, ni con el para­peto del humor, ni con el requiebro del ingenio, ni con la humareda estampada de las metáforas, ni con la mirada distante, endogámica, displicente o agnóstica de un intruso indiferente o de un ob­servador ajeno; el columnismo diario nos involu­cra y nos desgasta, nos desafía y nos concierne, nos reclama y nos arrastra a tomar posición y en­suciarnos las manos, a la manera de Sartre, en la defensa de una visión del mundo, del pensamien­to, de la sociedad y de la política. Porque sabemos que no estamos solos hemos de ser independien­tes, pero no neutrales; escépticos pero no cínicos; sarcásticos pero no impíos; descreídos pero no in­diferentes. Y por incrédulos que nos vuelva la ex­periencia, por coriácea que se nos haga la piel a fuerza de desencantos, por relativa que resulte la trascendencia efímera y volandera de nuestras palomitas de papel, sabemos, con Kapuszynky, que no hay cabida para el cinismo en este oficio envenenado de pasiones.

El columnismo es literatura, sí. Pero literatu­ra construida con una materia que no está he­cha de sueños, sino de esas bárbaras, terribles, amorosas crueldades en que Celaya cifró las ver­dades de la vida. Literatura de ruido y de furia, de amargura y fracaso, de turbulencia y de rabia. Li­teratura comprometida de realidades y de convic­ciones, encharcada de contradicciones, polémi­cas, fragores, tormentas y, allá al fondo, alguna le­jana esperanza de encontrar la leve complicidad de un sentimiento. Si la novela es, como enseñó Sthendal, un espejo a lo largo del camino, el artí­culo es un mensaje en una botella lanzado a un mar de lectores sin rostro, un espejo sin azogue al que nos asomamos cada día para decir lo que ve­mos y pensamos sin saber quién está detrás. Aga­rrados a la barandilla de las palabras como única certeza ante un abismo cuyo vértigo de soledad nos abduce y nos devora. A veces, premios como el González Ruano devuelven el eco consolador de la confianza en que hay, en efecto, alguien al otro lado.

IGNACIO CAMACHO




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