domingo, 18 de mayo de 2008

EL MARQUES DE LA TABLA DE FLANDES


Traigo a mi blog un artículo que Arturo Pérez – Reverte publica en el XLSemanal de hoy. Pero, antes de escribir sobre dicho artículo, quiero escribir de su autor. Le conocí, en el sentido de tener noticias de él, hace muchos años, cuando era periodista de guerra. Aparecía en reportajes televisivos hechos en los frentes de las más variadas guerras, en los que informaba en tiempo real, durante los combates. En esos reportajes se oía el silbido de las balas y explosiones más o menos lejanas. Pensaba con pena para mis adentros: “el día menos pensado a Pérez – Reverte le va a llegar una bala perdida o le va a explotar algo a su mismo ladito”. Pero fue pasando el tiempo y se libró de tan triste fin, pasándose con éxito a escritor de libros, de novelas.

Leo con mucho interés los artículos que publica en XLSemanal. Desde hace un par de años los leo todos.
Recuerdo especialmente aquel artículo en el que relataba como en una noche lluviosa y fría, subiendo el puerto de Galapagar, en dirección a San Lorenzo de El Escorial, adelantó con su coche a una moto pequeña que llevaba a una pareja joven, encogida por el frío y la lluvia. Recuerdo como relataba con detalle las circunstancias adversas de aquella pareja en su difícil viaje en moto. Recordaba Pérez – Reverte a los padres de aquellos jóvenes, que estarían sufriendo su ausencia hasta su feliz regreso.

En fin, en aquel artículo lo que destacaba sobre todo, a mi entender, era el corazón de Arturo Pérez – Reverte y su nobleza al practicar una empatía y un amor al prójimo, objetivados en aquella pareja de la pequeña moto. En resumen, destacaba su NOBLEZA.

Y ahora, con este artículo que hoy publica, léanlo detenidamente, saboréenlo, después de hacer la excepción que confirma la regla, de hablar o escribir de un libro ajeno y actual: “los peces de la amargura” y después de hacer un análisis de este libro termina diciendo:

No sabía mucho hasta ahora, como digo, de Fernando Aramburu ni de este libro —no hay tiempo ni ganas para todo—, excepto que su autor es escritor solvente y respetado por algunos de mis amigos. Tampoco sé si le caigo bien o mal, o si ha leído alguna de mis novelas. Me importa un rábano. Pero merece esta página más que yo. Por eso hoy se la dedico. Para que conste.


Aquí stá otra vez la nobleza de Arturo Pérez – Reverte y por eso pido a quien corresponda que le conceda el título de Marqués de La Tabla de Flandes, como yo ahora deseo profética y vivamente.

La Tabla de Flandes fue la primera novela que yo leí de Arturo Pérez – Reverte.

“Los peces de la amargura”

Es raro que recomiende una novela actual. Ni siquiera las de los amigos, excepto rarísimas excepciones. En primer lugar leo muy pocas. Las novelas las carga el diablo, y cada cual tiene sus gustos. No soy fiable en eso. Otra cosa son novelas de antes, clásicos y asuntos así; cosas que a uno le parecen poco conocidas, o injustamente olvida­das. También, muy rara vez, un autor joven o nuevo que me deslumhra, como ocurrió en su momento con las máscaras del héroe de mi hoy vecino Juan Manuel de Prada, o cada vez que Roberto Monte­ro, alias Montero Glez, saca libro nuevo -acaba de publicar su premiada Pólvora negra—. A veces algún lector me pide una lista de títulos; pero procuro escurrir el bulto, en especial cuando se trata de novela posterior a la primera mitad del siglo XX, excepto Anthony Burgess, Le Carré, Pynchon, O'Brian y alguno más. Todos guiris, como ven. En España, mis labios están sellados. O casi. Por una parte, no estoy muy al tanto. Por la otra, no me gusta ser responsable de nada. Ni de lo bueno, ni de lo malo. Bastante tengo encima con lo mío.

Hoy, sin embargo, debo saltarme la norma. Y lo hago porque ni conozco al autor ni creo que me lo tropiece nunca. Se llama Fernando Aramburu, es más o menos de mi quinta, vasco de San Sebastián, y creo que vive en Alemania. Todo esto lo sé por la solapa del libro, que salió hace año y medio, pero que me regaló ayer mi compañero de la Real Aca­demia Carlos Castilla del Pino. Se titula Los peces de la amargura, y lo hojeé más por cortesía que por otra cosa. Pensaba dedicarle media hora pero me lo zampé en una tarde, hasta la última página, tras haberme removido doscientas veces, conmovido e inquieto, en la butaca. Luego me levanté pensando: «Mañana me toca escribir lo de XLSemanal, y así de caliente tengo dos opciones: des­ahogar esta mala leche, y que algunos lectores vascongados se acuerden de mis muertos, o escribir un artículo hablando de este puto libro». Así que ya ven. Me decido por el libro.

Son varias historias escritas de forma muy limpia, sin adornos. Al grano. Prosa seca y cortada, casi documental. Todas ocurren en el País Vasco, en pueblos o ciudades. Vida doméstica que allí es cotidiana: un padre que se aferra a los peces de su acuario para soportar la des­gracia de su hija mutilada en atentado terrorista, la madre de un joven preso de ETA, la mujer de un policía municipal hostigada en un pueblo, el compañero de juegos que luego lo será de atentados, la cobardía vecinal ante el que ha sido mar­cado como enemigo de la patria vasca... No son historias contadas desde un solo punto de vista. Todo cabe en ellas: los motivos y las sinrazones, los verdugos y las víctimas cuyos papeles pueden tro­carse en un momento. La memoria y el presente, el miedo, la vileza, la desespe­ranza, la derrota, la supervivencia. Sobre las doscientas cuarenta y dos páginas del libro —ya he dicho que se lee en una tarde— planea todo el tiempo una som­bra densa de tristeza. De la amargura que contienejel título de esta obra singular.

Créanme: no hay discurso de político, información de prensa, análisis de experto, obra monumental por volúmenes, telediario ni retórica alguna que logre transmitir de forma tan contundente, estremecedora, el hecho de haber vivido y vivir la realidad vasca. La de verdad. La que nunca hay cojones para expresar en voz alta. No la simpática de boina, tapeo y partida en el bar, ni la idílica rural de valles y colinas verdes, ni la oficial de discursos mirando al tendido. Los peces de la amargura cuenta la verdad de un mundo, de una tierra y de una gente con miedo, con odio, con cáncer moral en el alma. De algo a lo que el silencio de tantos años, el paraguas de las complici­dades cruzadas, la cobardía y la infamia, siempre presentes y nunca desnudas, no han hecho sino pudrir y enquistar como un absceso.

Sin que le tiemble el pulso, desgranándolo con mucha calma página a página, el autor nos habla precisamen­te de todo aquello de lo que allí no se habla, no se debe mirar y no se toca: el miedo de una esposa, el silencio de una madre, la desesperación de la ausencia, la impotencia de la víctima, el veneno de los obtusos y los malvados, la ausencia de caridad de los fanáticos, la infame ruindad cobarde, insolidaria, que nos caracteriza a la mayor parte de los seres humanos.

No sabía mucho hasta ahora, como digo, de Fernando Aramburu ni de este libro —no hay tiempo ni ganas para todo—, excepto que su autor es escritor solvente y respetado por algunos de mis amigos. Tampoco sé si le caigo bien o mal, o si ha leído alguna de mis novelas. Me importa un rábano. Pero merece esta página más que yo. Por eso hoy se la dedico. Para que conste.

www.xlsemanal.com/perezreverte

XLSEMANAL 18 DE MAYO DE 2008



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