viernes, 18 de abril de 2008

Viaje de Benedicto XVI a Estados Unidos




Con motivo del viaje de Benedicto XVI traemos aqui un artículo de Olegario González de Cardedal en el que hace consideraciones sobre dicho viaje:

¿Por qué a Estados Unidos?

¿Adónde se dirigieron los Papas cuando en tiempos recientes decidieron romper el cerco de las murallas vaticanas?

Ya lejanos en la memoria colectiva quedan los días en los que Pablo VI se aleja de Roma para ir a las tie­rras naturales del cristianismo, Nazaret, Belén, Je-rusalén, al hombre y lugar concretos de la revela­ción de Dios en la carne de este mundo, sabiendo, sin embargo, que para captarla hay que trascender el lugar, descubriendo al Eterno como Interno, den­tro a la vez que fuera. ¿Por qué ahora a Estados Uni­dos? Junto a aquellos viajes a las fuentes de la fe, es­tán los viajes a la desembocadura de los grandes ríos en los que esa fe ha cuajado creando iglesias nuevas. Juan Pablo II no dejó rincón del mundo al que no quisiera llegar: islas remotas, tribus mino­ritarias, pero también las grandes urbes e impe­rios. Sólo Pekín y Moscú quedaron inaccesibles a su asedio de amor y voluntad de diálogo.

Benedicto XVI decidió concentrarse en los núcleos de la fe decisivos para iluminar el pre­sente, y en las tareas de iglesia de las que más de­pende su futuro. Al viaje a Alemania, ya progra­mado y despedida de su patria, han seguido el viaje al Brasil para asistir a la Conferencia del Episcopado iberoamericano y ahora a Estados Unidos. No es casual. Son dos universos, en cu­yas manos está gran parte del futuro humano y de la iglesia católica. Frente a la vieja Europa cansada de ser y de engendrar, ellos son mundos jóvenes, amorosos de la vida y conscientes de sí mismos, dispuestos a asumir su papel de protagonistas de la historia, desde su propia cultura, fe católica y situación geopolítica.

La iglesia en Estados Unidos es la más joven en­tre las iglesias modernas, surgida en una alianza inmediata con las formas modernas de organiza­ción social y política. El cristianismo forma parte de sus entresijos, ya que la Biblia ofreció a los inmi­grantes ingleses los grandes motivos heroicos en el tiempo de su implantación: la liberación del Egipto europeo que impedía la libertad de pensamiento y de religión, la travesía del desierto, la marcha ha­cia la tierra prometida y la conquista del far West. Los episodios bíblicos les ofrecieron los ideales con los que los Padres fundadores nutrieron el ima­ginario colectivo del mundo nuevo, manteniéndo­se después en otras formas a la hora de asumir el proyecto de instaurar la democracia en el mundo y de ser valedores de los derechos humanos. El lector haría bien en releer las páginas de Tocqueville en su clásico La democracia en América.

La experiencia de la libertad en ese mundo nue­vo fue decisiva para la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II. El jesuíta norteamericano J. C. Murray jugó un papel clave en la elaboración del Decreto sobre la libertad religiosa. Frente a los com­plejos y temores de la vieja Europa prendida de sus inmensas complejidades y complicidades históri­cas, Murray mostró de manera convincente que la iglesia gana siempre con la libertad, que es lo úni­co que necesita, que a ella se debe y que en este orden debía aprender de América, donde el pluralis­mo y la democracia abren la iglesia a una presen­cia pública, a una conciencia más clara de sí mis­ma y a un mayor arrojo para cumplir su misión.

La Iglesia católica en Estados Unidos vive un momento crítico por tres razones. En primer lugar, porque está a punto de suplantar el papel dirigente que hasta ahora ha cumplido en el espacio social y político la iglesia anglicana de procedencia ingle­sa en la que los blancos protestantes han tenido el poder y han alejado de él a los negros, los católicos y otras minorías. La Iglesia católica comienza a ser la minoría más numerosa y por ello su orienta­ción es crucial para todo el país. A la vez aparece la ruptura de otro umbral para asumir su propio des­tino: los hispanos están a punto de ser mayoría den­tro de esa Iglesia católica, asumiendo así el lideraz-go en una comunidad de procedencia irlandesa, que imprimió a la fe un sesgo diferente a la forma hispánica. Hoy comienza a cambiar y son ya más los obispos, sacerdotes y seglares hispanos que lideran la Iglesia católica; papel y lugar que seguirá incrementándose por la inmigración desde Méjico y por la alta natalidad en esas familias. Finalmen­te la Iglesia católica en su totalidad está atenazada por la historia reciente de pederastia, que no es cuantitativamente mayor que en otros grupos hu­manos, pero que es objetivamente muy grave.

El discurso de Benedicto XVI a los obispos será trascendental. Sin duda hablará a ellos y a to­da la Iglesia estableciendo criterios ante ese proble­ma. Están en juego un hecho moral gravísimo en parte resultado de una evolución posconciliar, una relectura de la moral sexual en la iglesia y una ma­nera de pensar la preparación de los candidatos pa­ra el ministerio apostólico o para la vida religiosa, masculina y femenina. Ya antes de ser Papa, desde su cargo decidió zanjar esas cuestiones y sajar esas pústulas; habló de las inmundicias dentro de la iglesia y con ello dejó claro ante los de dentro y los de fuera que hay órdenes donde cualquier tran­sigencia amenaza la realidad cristiana, la verdad del evangelio y la credibilidad ante el mundo. Deli­cadísima cuestión es mostrar cómo la exigencia ab­soluta en el orden de la justicia para con las vícti­mas se debe conciliar con el perdón y la misericor­dia en el orden de la gracia para los culpables.

Benedicto XVI, Papa de la razón, va al país que ocupa un lugar clave en la dirección del mundo. Li-derazgo ante todo en el orden científico y moral, del cual depende el liderazgo económico y político. Ese país supo reconocer a tiempo que la inteligen­cia es la que rige el mundo y que la ciencia, con su hermana gemela la técnica, deciden el futuro. Una sociedad democrática, que parte de la libertad y de­fiende los derechos humanos fundamentales, que decide otorgar primacía a la investigación y al pen­samiento, se convierte en la primera, con un orgu­llo nacional que no es nacionalismo. Sólo quien ha vivido allí sabe lo extenso, lo variado, lo dinámico que es; sabe de sus universidades, de sus premios Nobel, de sus logros técnicos y de su generosidad humanitaria.

Un país que, a diferencia de Europa, nunca ha encontrado dificultad para concordar religión y so­ciedad, democracia y pertenencia eclesial; que con sus hombres y sus muertos ha tenido que sacar a Europa de los abismos a los que con sus guerras duranteel siglo XX llevó al mundo; guerras que han costado cerca de cien millones de víctimas, «A la sombra de las luces», es decir de la Ilustración, co­menta G. Steiner. País a su vez de crímenes reales, invasiones mortales, guerras por intereses econó­micos (que son los nuestros aunque hipócritamen­te no lo queramos reconocer) y que Juan Pablo II ex­plícitamente condenó. Sólo quien tiene grandes ideas, puede realizar grandes empresas en unos ca­sos y cometer grandes errores en otro.

En Nueva York hay un lugar símbolo de los idea­les de la humanidad contemporánea: la ONU. Frá­gil y vulnerable, pero necesaria. Es el altozano des­de donde mejor se pueden divisar problemas, de­fender derechos y urgir responsabilidades. Allí preside Francisco de Vitoria, quien, desde Sala­manca, reclamó los derechos de las gentes nuevas, los indios. Hoy los indios somos todos. Allí Bene­dicto XVI hará oír su voz mostrando cómo una fe, fraterna de la razón, puede ensanchar y enrique­cer la humanidad.

Viajes a las fuentes originarias de la fe y viajes a las desembocaduras actuales de ella; unos y otros son necesarios. Por eso Benedicto XVI ayer nos condujo al corazón de la fe con su libro sobre Jesús de Nazaret y hoy nos conduce al corazón de las naciones. Con él vamos los millones que forma­mos la Iglesia y con él quedamos comprometidos a la verdad del pasado en el orden de la fe y a la ver­dad del presente en el orden de la justicia.

OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL


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