domingo, 20 de abril de 2008

Arturo Pérez - Reverte

Arturo Pérez - Reverte en su página "Patente de corso" del XLSemanal de hoy 20 de Abril de 2008 escribe un artículo en el que para él la venganza, en determinados casos, parece una virtud.

En legítima venganza

Por Arturo Pérez – Reverte

La cosa iba de niñas, estafadores, impunidades delictivas y cosas así, y alguien dijo: «Lo inadmisible es la justicia entendida como venganza». Luego me miró con la certeza imbatible de quien tiene la Verdad y la Huma­nidad sentadas en un hombro, como el loro del pirata. No dije nada, pues hace tiempo descubrí lo inútil de las discu­siones: cada uno finge escuchar al otro mientras prepara argumentos para la siguiente réplica. Así que, para ahorrar saliva y esfuerzo, suelo dejar que hablen los demás. Después ya me las arreglo para decir lo que tenga que decir, en mis novelas, o aquí mismo. Es cierto que, a veces, ante la demagogia de todo a cien, no me puedo aguantar e imito al conde de Montecristo. Juas, juas, hago. Sin argumentos, razones ni nada. Risa por la cara. Luego doy la vuelta y me largo. A leer, por ejemplo. Dirán algunos que eso es fascismo dialéctico, y que todas las ideas son respetables. Pero se equivocan. Ninguna gilipollez es respetable. Lo único respetable es el derecho de cada cual a expresar cualquier gilipollez. Tan respeta­ble como, acto seguido, el derecho de los otros a llamarlo gilipollas.

Hoy quiero hablarles de justicia y ven­ganza. Punto de vista subjetivo, claro; sometido a error y parcialidades varias. Resultado de cincuenta y siete años de vida, algunos viajes y libros, y no fragua­do en el buenismo idiota —y suicida— de quienes creen vivir en el bosquecito de Bambi. La cosa se resume en una pregun­ta: ¿Qué tiene de malo la venganza?... Ya sé que en la sociedad occidental esa pala­bra tiene mala prensa. Hay que perdonar a los que ofenden, alumbrar su camino, reinsertarlos pronto y demás. Pero olvi­damos algo: el sentimiento de venganza, de reparación personal, está en nuestro instinto. Viene, supongo, del tiempo en que salíamos de la cueva para buscarle una chuleta de mamut a la familia. En mi opinión, la venganza —en sus formas antiguas o modernas— no es mala. Resulta higiénica para la salud mental, y frustra mucho verse privado de ella. Lo que ocu­rre es que, para que la sociedad no sea un continuo e incómodo navajeo, los hombres resolvimos confiar al Estado el monopolio de nuestros ajustes de cuentas. Ofendidos, queriendo venganza y reparación de quie­nes nos ofendieron, cedemos ese impulso natural a la institución que nos rige y representa; y a ésta corresponde resarcir­nos del daño recibido, alejar o anular el peligro social que el ofensor pueda supo­ner, y satisfacer, castigando adecuadamen­te a éste, nuestro lógico, instintivo, atávico deseo de venganza. No es casual que sean precisamente los grupos marginales, que no creen en la sociedad o comparten sus códigos, los que procuran siempre tomarse la venganza por su mano. O que, en las películas, nos guste y tranquilice que al final muera el malo.

Y es que el problema, a mi juicio, surge cuando el Estado se revela incapaz de corresponder al compromiso de cum­plir con su obligación. Viene entonces la frustración de quienes se ven sin repa­ración, indefensos ante el mal causado. De quienes ven al asesino pasear impune por la calle, al estafador disfrutar de su dinero, al violador salir el fin de semana para repetir exactamente lo que lo puso entre rejas. De quienes ven sus deseos bloqueados en la maraña de incompe­tencia, burocracia, desidia, demagogia y mala fe que caracteriza a toda sociedad humana. Y además, como guinda, deben tragarse el discurso mascado por quienes ahondan cada vez más, por ignorancia, estupidez o cálculo interesado, el abismo entre la teoría y la realidad. Entre vida real y vida ideal. Y el de los simples que se lo tragan. El de los ciudadanos razona­bles y civilizados que dicen odiar el delito pero compadecer y ayudar al delincuente: discurso que queda chachi en la tele, en el editorial de periódico o en el café con los amigos, pero que se esfuma cuando sale tu número. Cuando roban en tu casa, asaltan en tu calle o violan a tu hija.

Sólo una sociedad firme y segura de sí, dura con los transgresores —e implacable con los vigilantes de los transgresores cuando cruzan la raya— hace innecesaria la venganza personal. Una sociedad capaz de protegerse con justicia y serenidad, pero sin complejos. Sin mariconadas de tele­diario. Cuando no es así, las leyes hechas para proteger a la gente honrada se vuelven contra ella misma. La atan de manos, con­virtiéndose en escudo de sinvergüenzas, depredadores y bestias sin conciencia. Frustran la esperanza de los ofendidos y les hacen lamentar, a veces, verse privados de la posibilidad de satisfacer ellos mismos el ansia legítima de venganza que el Estado timorato, torpe, ineficaz, no resuelve en su nombre. Puestos a eso, uno acaba prefi­riendo —y ahí está el verdadero peligro— un calibre doce, posta lobera, dejadme solo y pumba, pumba. Lo demás, en última ins­tancia, es retórica y son milongas.

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