lunes, 17 de marzo de 2008

QUIEN ES ESTE?

Entramos en la Semana Santa, la Semana Grande, la Semana Central del mundo cristiano, en la que se recuerda la Vida, Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
Con este motivo nuestro Arzobispo, el Cardenal Antonio María Rouco Varela y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, publicó en la Tercera del ABC de ayer un artículo titulado "¿Quién es este? (los ramos y las piedras)".
Si yo no publicara en mi humilde blog este artículo también gritarían las piedras a mi alrededor.

¿Quién es este?

(LOS RAMOS Y LAS PIEDRAS)

Los poderes de este mundo no quieren escuchar la respuesta a la pregunta sobre Cristo: ¿quién es este? Pretenden silenciar cualquier voz que lo proclame Mesías y Señor de la historia y del cosmos. Pero la voz de los sencillos, de los pobres de Yahvé, de cuantos esperan la salvación, viene resonando desde aquel primer día de Ramos...

La pregunta sobre quién es Jesús de Nazaret emerge en los evangelios suscitada siempre por acontecimientos que manifiestan el mis­terio escondido en su persona. «¿Quién es este, que hasta los vientos y el mar obedecen?», preguntan los discípulos cuando Cristo calma la tempestad del lago. A veces la pregunta no es explícita; respon­de más bien al asombro ante un modo de actuar o enseñar poco acorde con lo que se puede esperar de un aldeano de Nazaret: «¿Acaso no es este el hijo de José, el carpintero?», preguntan sus vecinos al es­cuchar en la sinagoga las palabras de gracia que sa­lían de su boca. Su origen humilde no explica la au­toridad de su enseñanza ni el poder de sus mila­gros: «¿De dónde le vienen a este esa sabiduría y esos milagros? ¿De dónde le viene todo esto?», se preguntan admirados ante lo inefable que rodea su persona. En realidad, el evangelio nació para res­ponder a estas preguntas que, amigos y enemigos, se hacían sobre Él. El mismo Jesús se dirige a los suyos persuadido de que la pregunta que la gente se hacía sobre él, ocupaba y zarandeaba también el corazón de sus íntimos: «¿Quién dice la gente que soy yo? ¿ vosotros, quién decís que soy yo?»

La respuesta a esta pregunta, que desde enton­ces no ha dejado de hacerse, es fundamental para mantener una auténtica relación con Jesús, el Cristo. El domingo de Ramos, Jesús responde a esa pregunta suscitando de nuevo el interés por su persona. Lo hace mediante un gesto profético anunciado por el profeta Zacarías, que contempla la llegada del Mesías rey, montado sobre un asno, que entra en Jerusalén no con las armas de la gue­rra sino con el anuncio de la paz; la paz que busca­ban los peregrinos cuando subían gozosos al tem­plo de Jerusalén. Jesús cumple la profecía de Zaca­rías. Pero hay un detalle que conviene observar. Mientras Zacarías califica al rey con los adjetivos «victorioso», «justo» y «manso», el evangelista Ma­teo utiliza únicamente «manso», para resaltar la condición que el mismo Cristo se atribuye al defi­nirse como «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). La mansedumbre revela la realeza de Cris­to, que llamará bienaventurados a los mansos que opten por seguirle. «Su naturaleza más íntima —dice Benedicto XVI en su Jesús de Nazaret— es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los gran­des reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres, imagen que contrasta con los carros de la guerra que él rechaza. Es el rey de la paz, y lo es gracias al poder de Dios, no al suyo propio» (p.109). Este gesto profético suscita de nuevo la pregun­ta «¿Quién es este?». En esta ocasión la pregunta viene de una Jerusalén sobresaltada. Se trata del mismo sobresalto que experimentó Herodes y to­da la ciudad de Jerusalén al enterarse del nacimiento del Mesías rey, descendiente de David. Es el sobresalto de quienes consideran que el Mesías viene a arrebatarles el poder, la gloria y el triunfo humano, de quienes consideran que Dios viene a podar o limitar nuestra libertad, a frenar nues­tras ansias de ser felices. Tembló Herodes al pen­sar que podía perder el trono; tiembla Jerusalén ante la inminencia de Alguien que viene a implan­tar una paz definitiva y estable en todas las nacio­nes. La ciudad de Jerusalén se convierte en el sím­bolo de la hostilidad, de la dureza de corazón, del rechazo de los profetas y enviados de Dios que su­fren la persecución y la muerte. Sólo quienes han aclamado a Cristo con palmas y ramos, los que for­man su cortejo, responden sencillamente a la pre­gunta de quién es este: «Es Jesús el profeta de Naza­ret de Galilea».

Jesús no se contenta con entrar en Jerusalén, su meta es el templo, lugar santo de la morada de Dios. Es allí donde el Mesías manso y pacífico rea­liza un gesto sorprendente expulsando a mercade­res y volcando las mesas de los cambistas y de ven­dedores de palomas para los sacrificios. Con este el profeta Isaías: «Mi casa será casa de oración, pe­ro vosotros la convertís en cueva de bandidos». Jesús se presenta a sí mismo como restaurador del verdadero culto, el culto del espíritu y de la ver­dad, el de la misericordia compasiva que supera los sacrificios rituales y las ofrendas materiales. Por ello, acto seguido, «se le acercaron ciegos y co­jos, y él los curó». Esta referencia a los milagros de Cristo revela quién es el que acaba de entrar en Jerusalén y en su templo. Curar y sanar dolencias, limpiar a los leprosos, abrir los ojos y los oídos de ciegos y sordos, levantar a los tullidos de sus ca­tres eran las señales de la llegada del Mesías. Al cumplirse en el mismo recinto del templo, estas signos mesiánicos apuntan a Cristo como Aquel que instaura la verdadera liturgia en la que el hombre es sanado radicalmente, no sólo de las do­lencias corporales, sino de aquella más íntima, la del pecado, por la que los fieles peregrinos subían años tras años al templo de Jerusalén para ofre­cer víctimas y sacrificios con la esperanza de ser reconciliados.

Que Jesús estaba revelándose a sí mismo como Salvador del hombre fue captado enseguida por los sacerdotes y letrados que, indignados, preten­dían hacer callar a los niños que gritaban «hosan­na al Hijo de David», es decir, al Mesías. Jesús se defiende una vez más apelando a las Sagradas Es­crituras: «¿Nunca habéis leído aquello: «De la bo­ca de los niños de pecho has sacado una alaban­za»?». Los niños son en este caso la voz misma de Dios, que alaba a su Mesías. Ellos cantan al Hijo de David porque su corazón es capaz de recibir el Reino que trae Jesucristo. Cristo había dicho que era preciso hacerse niño para acoger el Reino de Dios. Ahora cuando los letrados y sabios de este mundo se preguntan quién es este, los niños afirman: “Hosanna al Hijo de David”, al que cura ciegos y sordos, al manso de corazón que se compadece de los pobres pecadores que buscan ternura y misericordia. Ellos son el cortejo del Mesías, el coro de su alabanza, la voz de la profecía.

Los poderes de este mundo no quieren escuchar la respuesta a la pregunta sobre Cristo: ¿quién es este? Pretenden silenciar cualquier voz que lo proclame Mesías y Señor de la historia y del cos­mos. Pero la voz de los sencillos, de los pobres de Yahvé, de cuantos esperan la salvación, viene reso­nando desde aquel primer día de Ramos en el que Cristo, con la contradicción que le acompaña desde su nacimiento, entró en el templo, pacífico sobre un asno, y lo purificó con el fuego de su mansedumbre para hacernos ver que Dios ha querido tomar nuestra propia carne y ofrecerla en sacrificio por todos los hombres. Esta es la verdad de Jesús, la única respuesta que hace justicia a la pregunta sobre su ser personal. El domingo de Ramos cuantos acompañamos a Cristo y cantamos “hosanna al Hijo de David” sabemos que pertenecemos a los mansos y humildes de su cortejo, porque, siendo pecadores, hemos sido agraciados con su infinita misericordia. Y sabemos también que, si nosotros callamos esta verdad tan liberadora, gritarán las piedras.

ANTONIO MARÍA ROUCO VÁRELA

Cardenal Arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal


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