domingo, 27 de julio de 2008

RANDY PUASCH






















Randy Puasch profesor de informática de la Universidad Carnegie Mellon, en Estados Unidos,
falleció anteayer, 25 de Julio, a causa del cáncer de páncreas que sufria.
Randy aprovechó los medios de comunicación para transmitir sus conocimientos y su propia
experiencia sobre su enfermedad:

Randy Pausch

El profesor de informática de la Universidad Carnegie Me­llon, en Estados Unidos, consi­derado

una de las 100 personas más influyentes del mundo por la revista «Time», falleció ayer a causa

del cáncer de páncreas que sufría.

Randy Pausch fue un hom­bre mediático, que aprovechó la plataforma que le brindaban

los medios de comunicación pa­ra transmitir sus conocimien­tos, además de su propia

expe­riencia, en torno a su enferme­dad. Su relato vital ayudó a infi­nidad de personas

y logró batir récords de descargas en Inter­net, además de numerosas ven­tas de

libros por sus discursos sobre cómo afrontar positiva­mente la enfermedad. En agos­to

del 2006 le diagnosticaron cáncer de páncreas metastatizado. En ese momento

comen­zó un tratamiento muy agresi­vo, que incluía cirugía mayor y quimioterapia

experimental; sin embargo, en agosto del 2007, le diagnosticaron metás­tasis

en órganos como el híga­do y el bazo, lo que significaba que era terminal. Él entonces

comenzó una paliativa quimio­terapia, intentando prolongar su vida todo lo que

fuese posi­ble. El 26 de junio de 2008, indi­có que estaba considerando la posibilidad

de detener aún más la quimioterapia, debido a los posibles efectos secundarios adversos.

Pausch se convirtió en un fe­nómeno mediático en Estados Unidos y un referente mun­dial,

tras realizar una confe­rencia el 18 de septiembre de 2007 en la Universidad de Carnegie

Mellon, sobre cómo ima­ginaba los últimos días de su vi­da. El optimismo con el que afrontaba

la realidad, además de la valentía y fuerza de sus pa­labras, conmocionaron a los presentes.

A través de la web, el profe­sor logró una respuesta mediá­tica inesperada. Sus vídeos se

convirtieron en un fenómeno de masas, con más de 10 millo­nes de descargas en

«Youtube» y en numerosos foros. Además existe un grupo denominado «Randy Pausch

es mi héroe», en el programa de contactos «Facebook», al que numerosas personas están

inscritas y pue­den comentar la experiencia del hombre que les brindó una esperanza.

Randy, a diario, es­cribía en un blog, visitado dia­riamente por millones de personas.

Pausch también pudo transmitir su mensaje en otros medios como la televisión, don­de

fue invitado en varias oca­siones a distintos programas. Llegó a dar un discurso ante

el Congreso estadounidense y re­cientemente se publicó un li­bro sobre su historia,

«La últi­ma lección», que en dos sema­nas fue el más vendido de Esta­dos Unidos, y

ya se ha traduci­do a 32 países, superando los 5 millones de ejemplares.

Dentro de su trayectoria profesional, además de su face­ta como docente, trabajó para

Walt Disney Imagineering y pa­ra Electronic Arts (EA).

Pausch además fue el funda­dor del proyecto de software «Alice». Recibió dos

premios de la ACM en 2007 por sus lo­gros y sus extraordinarias con­tribuciones a la

educación de las ciencias de la informática.

El Concilio de la ciudad de Pittsburgh declaró el 19 de no­viembre de 2007 «El día Dr. Randy Pausch».



miércoles, 23 de julio de 2008

IGNACIO RUIZ QUINTANO








Ignacio Ruiz Quintano es un admirador de Julio Camba y por tanto con sentido del humor.
En el artículo de Ruiz Quintano que transcribimos a continuación se observa dicho humor

Zapatero y las

juanolas del

dr. Montes.


A la derecha se la ve más animada con el marianismo, un «ismo» que viene de Mariano, el profeta de las pequeñas y modestas empresas, cuyo único activo con­siste estrictamente en su excelente porvenir. Los marianistas, en efecto, se aseguran el porvenir a base de predecir el nuestro. Pero son eso, porvenir. Más exactamente:

Centro, mujeres, diálogo... y futuro.

Llegados a esta región del intelecto, convendremos en que el zapaterismo-funebrismo gobernante podría definir­se, por oposición, como progreso (aborto, eutanasia y cristo-fobia), «boys», mantra... y, por desgracia, presente O sea, la crisis.

El 4 de diciembre de 1928 el presidente Coolidge envió al Congreso su último mensaje sobre el estado de la Unión:

—Ninguno de los Congresos de los Estados Unidos hasta ahora reunidos para examinar el estado de la Unión tuvo ante sí una perspectiva tan favorable como la que se nos ofrece en los actuales momentos. En el interior hay tranquilidad y satisfacción... y el más lar­go período de prosperidad. En el exterior hay paz, y esa sinceridad promovida por la comprensión mutua...

El 24 de octubrede 1929, jueves,sobrevenía «El"crac"del29», o <de obligada relectura veraniega—aunque «no es un libro que se pueda vender en un aeropuerto»—, obra de Galbraith, el canadiense de origen escocés naciona­lizado estadounidense que llevó a la economía el lenguaje de la ironía. Y todo el mundo se puso en fila para darle collejas al jovial Coolidge por su gran fallo de no ver que las cosas marchaban tan bien que no podían durar mucho.

Zapatero es un portento capaz de asimilar la ciencia eco­nómica en dos tardes, lo cual lo ha provisto de un optimismo tan enorme que, si nos pusiéramos a referirlo, encontraría­mos el idioma español insuficiente.

—Seguiremos ayudando a África crezca lo que crezca la economía —proclamó Zapatero en el ágora ateniense, lo que en este crepúsculo de la ilusión significa más conciertos de Ana Belén, espada toledana de la caridad que empieza por uno mismo.

Contra el pesimismo ricardiano del marianismo, que de­ja al mercado la dirección de la economía sin resquicio a la compasión, el zapaterismo, llevado de su optimismo, ha tar­dado un año en reconocer la «crisis», palabra decimonónica que sustituyó a «depresión», siendo reemplazada, a su vez, por «pánico», y ésta por «recesión», y ésta por «reajuste osci- latorio», y éstas por «desaceleración acelerada», fenómeno que, unido al desbarajuste de ministros sin bachiller o con el currículo tuneado, nos ha echado de bruces... en la crisis.

—¿Para qué vas a estudiar ni trabajar? Afiliate al PSOE... ¡y a consumir! —es el mensaje zapateril, para expre­sarlo con una imagen material, como recomienda Buffon (el naturalista, no el futbolista).

Dicho por Galbraith, hombre de progreso, después de to­do, la especulación sólo requiere de un enorme optimismo y de la convicción de que la gente en general puede llegar a ser rica sin esfuerzo físico.

La gente, como se sabe, es tanto más crédula cuanto más feliz es. Pero un día deja de ser feliz, y entonces, ¡pías!, es la crisis.

—En el Jueves Negro, un obrero apareció en lo alto de un rascacielos para hacer algunas reparaciones, pero la multi­tud supuso que se trataba de un suicidio y esperó impacien­te a que se decidiera a saltar.

El estupor del suicidio forma parte de la leyenda de las
crisis. En el 29, cuenta Galbraith, corrían rumores de que
los empleados de los hoteles céntricos preguntaban a sus
huéspedes si querían habitación para dormir o para tirarse
por la ventana. - .

—Los especuladores se arrojaban desde las ventanas y los peatones seguían sus recorridos sorteando con delicade­za los cuerpos de los financieros caídos. La ola de suicidios que siguió al crac de la Bolsa forma parte de la leyenda de 1929. En realidad, no hubo ninguno.

Eso asegura la estadística.

No es de locos, pues, la única solución que en esta crisis se le ha ocurrido a Zapatero: la eutanasia, presentada en juano-las del Dr. Montes (por decirlo con una imagen material co­mo la recomendada por Buffon), placebos intelectuales pa­ra ayudarnos a vencer la repugnancia a reconocer que todo ha terminado.


lunes, 21 de julio de 2008

DESPUES DE IRLANDA








Asi se titula un magnífico artículo de Antonio Fontán que el ABC publicaba en la Tercera de ayer.
La concisión y claridad de sus palabras y la bella exposición que el autor hace de la Asociación de
los 27 países de la Comunidad Europea nos aconsejan traerlo a nuestro blog.

Después de Irlanda

... La Unión Europea tal como esta y tal como funciona constituye un éxito político internacional para el que no existen precedentes en la milenaria historia del continente...

El «no» de los irlandeses al tratado de Lisboa es un accidente menor en el proceso histórico de la Unión Europea. Menor, pero significativo. Invita a reflexionar a los gobiernos, parlamentos y partidos de los Estados miembros.

No hace mucho en Holanda y en Francia tuvieron lugar, con resultado también negativo, los referendos en que se votaba la Constitución Europea. Aun­que el tratado de Lisboa es menos exigente y trabajo­so de aplicar que la Constitución, son ya tres las na­ciones de diversas tradiciones culturales e históri­cas (latina, germánica y celta) desde las que se han escuchado toques de aviso sobre la estructura políti­ca y el funcionamiento de ese singular ente político que abarca veintisiete estados y cubre casi todo el continente desde el Atlántico hasta las repúblicas ex soviéticas de Bielorrusia, Ucrania y la Rusia propia­mente dicha. Sin embargo en ninguna de las institu­ciones y tribunas políticas de las tres naciones del «no», ni en los otros veinticuatro países miembros, se ha planteado seriamente la existencia y la conti­nuidad de la Unión o la pertenencia a ella de Irlanda. Este país no ha dicho que «no» a Europa, sino a un tex­to presentado por los actuales gestores de la Unión, y sin el cual, como sin la Constitución que rechazaron franceses y holandeses se ha funcionado aceptable­mente y se han conseguido logros de cooperación en­tre los diversos Estados, impensables antes.

La Unión Europea es la más extensa y ambiciosa asociación de

Estados independientes de la histo­ria de la Humanidad.

Su implantación ha sido un in­dudable logro. Los países miembros

han acertado a establecer políticas comunes de orden institucional,

económico y social, y a ponerlas en práctica, mante­niendo, sin

embargo, cada uno de ellos su indepen­dencia y su propia soberanía.

Se ceden competen­cias, se coordinan políticas, se comparten

partidas presupuestarias y hay en el parlamento de Bruselas y

Estrasburgo debates de partido y no de naciones igual que en

las Cámaras de los diferentes Estados, pero todos y cada

uno de los veintisiete miembros sienten, conservan, defienden

y practican su inde­pendencia y su intransferible soberanía.

Basta recor­dar los acuerdos de creación del «euro» y del Banco

Central Europeo o los de Schengen que han beneficia­do a todos los

paises, aunque no fueran de aplicación en cada uno de ellos.

El «europeísmo» de vocación asociativa había nacido y

empezó a desarrollarse al hilo de los desencuentros y

enfrentamientos de po­tencias y gobiernos del continente

que habían dado lugar a la «Gran Guerra» y a la

exacerbación de los nacionalismos en ciertos Estados.

Al fin de la con­tienda no pocos pensadores y políticos se

pregunta­ban cómo había podido ocurrir que en naciones

que parecían bien avenidas y para aquellos tiempos flore­cientes

(la Europa de la belle époque) se hubiera pro­ducido un desastre

semejante. La «gran Guerra» no había resuelto nada y con ella

—o por su causa— se habían creado nuevos problemas y

subsistían, en no pocos casos agravados, los de antes.

Después de Versalles y de la revolución de Rusia, los

antiguos «imperios centrales» se arruinaron

—fue el caso de Alemania—, o se dividieron en esta­dos

menores como la república austríaca, Hungría o la

artificial Checoslovaquia, se restableció la antes

troceada Polonia y se creó en los Balcanes la imposi­ble

Yugoslavia. Además desapareció el imperio de los zares

y se impuso en ese país una dictadura comunista que,de

hecho, trasladó las fronteras políticas de la Europa libre

desde los Urales a los limites occi­dentales de Ucrania.

La situación fue mucho peor y más penosa al fi­nal de la Segunda Guerra Mundial, con la ocupación militar y política soviética de toda la Europa orien­tal, «el telón de acero» y las dictaduras comunistas, en un clima internacional de hostilidades políticas entre los gobiernos y odios populares. Un alivio para los países occidentales representó el amparo de los Estados Unidos, que habían sido los verdaderos ven­cedores militares de la gran contienda. La necesidad de unir fuerzas y recursos y la decisión de cooperar en beneficio de todos, más el restablecimiento y mo­dernización de unos estados democráticos de orien­tación liberal, dio lugar a algo que no había pasado nunca en el continente europeo en los cinco siglos precedentes: el acuerdo político y económico de las dos principales potencias de la Europa Occidental, acompañadas de cuatro naciones limítrofes con ellas, que habían sufrido más que otras los males de la Segunda Guerra Mundial.

El 19 de marzo de 1951, los «seis» —Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo— suscribieron el Tratado de Ro­ma, que era un acuerdo de coordinación y coopera­ción de las políticas del carbón y del acero entre los que habían sido beligerantes en la Segunda Guerra Mundial, pero con el que sus promotores esperaban inaugurar una nueva época de la historia del conti­nente: como así ha sido.

Ese casi mítico documento se ha convertido en la primera piedra del actual ente supranacional que abarca veintisiete Estados, y po­see en común un parlamento democráticamente ele­gido, un sistema judicial y una estructura de gobier­no desde la que se rigen, administran y coordinan muy importantes asuntos de las diversas naciones y del conjunto de todas ellas. La Unión Europea tal co­mo está y tal como funciona constituye un éxito polí­tico internacional para el que no existen preceden­tes en la milenaria historia del continente.

Europa empezaron a llamar los griegos en un poe­ma del siglo VIII a. C. a los espacios continenta­les del centro de la Hélade. Después historiadores, geógrafos y magistrados romanos aplicaron esa de­nominación a las tierras de la ribera norte del Mediterráneo y a la isla de Britania, y extendieron el nom­bre de Europa y las noticias de ella a pueblos más sep­tentrionales, aunque su dominio político se detuvie­ra en el Rin y en el Danubio. Pero había contactos con gentes de más arriba. Por ejemplo, la ruta comer­cial del ámbar unía las orillas del Báltico con el impe­rio romano.

La Europa moderna empieza a formarse, o se constituye, a principios del siglo XVI. Es la «Europa de los Reinos», de religión cristiana, política y mili­tarmente enfrentada con los turcos, y habitualmen-te dividida por guerras y rivalidades religiosas o de dominación. Sus filósofos y pensadores como Eras-mo, Vives, Moro y otros muchos sabían que el desti­no ideal de Europa era alguna especie de unidad, que resultaría grandiosa, siempre que reyes y gober­nantes fueran capaces de vivir en paz militar y tole­rancia ideológica, dentro del amplio margen de la cultura común de inspiración cristiana.

Quizá fue el valenciano Vives el primero que en 1526 empleó el tér­mino Europa como una realidad política, cuyas disi­dencias lamentaba con verdadera pesadumbre. Pero esta voz de los filósofos no fue escuchada ni en aque­llos tiempos ni en los siglos que vinieron después. Ha­ce casi quinientos años, en 1516, el primer intelec­tual europeo de la época, Erasmo de Roterdam, en­contraba a las naciones de Europa enfrentadas en constantes guerras de unas contra otras, desatadas por ambiciones de príncipes y políticos y sostenidas y fomentadas por el odio que habían generado los que vertían «aceite en las hogueras» con daño de to­dos.

Era una situación dramática e insoluble, en la que —escribe Erasmo— «vemos al francés que odia al inglés, sólo porque él es francés; el escocés al in­glés, sólo porque él es escocés; el itálico al alemán; el suabo al suizo, y así todos los demás. Una región odia a otra y una ciudad a otra ciudad». Esto, en un conti­nente cuyos habitantes y reinos compartían una mis­ma fe y una misma cultura, parecía incomprensible al filósofo neerlandés. Era una «lis de verbis», por­que la homogeneidad espiritual e histórica de los di­ferentes pueblos tenía que unirlos más de lo que los enfrentaban los rótulos de las nacionalidades. «¿Por qué —concluía— estas simplicísimas palabras nos separan más que nos une el nombre de Cristo?».

Pueden hacerse muchas lecturas de la historia moderna de Europa. Pero en casi todos los tra­mos de estos últimos cinco siglos siempre ha habido guerras de unas naciones, reinos o estados contra otros en los espacios del continente, «entre herma­nos» decía Erasmo. Así ha sido hasta ese Tratado de Roma de 19 de marzo de 1951, Y el posterior y afortu­nado desarrollo de lo allí convenido en los cincuen­ta y siete años siguientes comprendida la votación irlandesa de fines de esta primavera. No hay que ras­garse las vestiduras como hacían los orientales anti­guos. Ni pensar en fórmulas, que siempre serían an­tidemocráticas, para que los irlandeses vuelvan a votar y mucho menos para echarlos fuera, como si hubieran declarado una guerra a toda la Unión. Co­mo tampoco habría tenido sentido obligar a france­ses y holandeses a volver sobre sus pasos. Los sobe­ranos son ellos, y no hay nadie que pueda estax de­mocráticamente legitimado para condenarlos a na­da. La Unión Europea es un espacio político y una ta­rea común de los Estados nacionales, independien­tes y soberanos, que forman parte de ella.

ANTONIO FONTÁN