En relación con esta obra de Juan Manuel de Prada, nos limitamos a transcribir a continuación el prólogo de Pere Gimferrer
PRÓLOGO
por PERE GIMFERRER
Inevitablemente, en las primeras páginas el narrador tiene que hablar con voz de falsete: se trata de escribir como Pedro Luis de Gálvez y ni siquiera como escribía Pedro Luis de Gálvez en verdad, sino como le convenía escribir desde su ergástula final, según se nos contará más por menudo en un admirable libro posterior, Desgarrados y excéntricos.
Leída, con todo, esta inicial misiva, modelo perfecto de mimesis camaleónica, irrumpe ya sin filtro alguno la voz de Juan Manuel de Prada: no sólo la de un poderoso estilista, sino —lo que aquí es aún más relevante— la de un genuino talento de narrador como muy pocos se han dado a conocer en los últimos treinta años de historia literaria hispánica.
Muchos hechos de estilo aislados y una excelente documentación bastarían para configurar un libro atractivo, pero no la espléndida novela que es Las máscaras del héroe; revelarían, en suma, a un escritor muy dotado, pero no necesariamente al novelista de cuerpo entero que
aquí se nos da a conocer; para ello se requiere sin duda a la vez algo más y algo distinto, algo que, en sí, ni se adquiere ni se aprende apenas de buenas a primeras: no sólo mantener con las palabras la clase de relación que diferencia al verdadero escritor de quien simplemente se pasea por la literatura y sus aledaños, sino, por encima de todo, el don del narrador, tan inconfundiblemente reconocible y al propio tiempo tan difícil de definir en sí como el don del poeta, pero que sin más percibimos de inmediato, como este caso, desde las primeras páginas de cualquier narración en que se manifiesta.
La que irónica y medio impiadosamente podríamos llamar epopeya aquí relatada esperaba desde hace tiempo su Homero: a chirlos, en rápidos cintarazos o vislumbres, se atisbaba su posibilidad en las memorias de Cansinos-Asséns, en ciertos pasajes de Ruano. Pero no se crea que esto es obra de ropavejero ni de bibliotecario de la cuesta de Moyano.
El tema del libro —no su argumento— es, por un lado, la distancia entre el feísmo de la obra (o de la vida) y la postulación hacia la belleza que fue primer movimiento de aquélla, y, por otro lado, la tensión entre lo antiguo y lo nuevo, entendiendo aquí por tal la coexistencia de un impulso estético anacrónico y una pujante postulación de la novedad, situación metafóricamente ilustrada (y mediante otras aún más ásperas confrontaciones) en el encuentro o encontronazo de Luis Buñuel y Antonio de Hoyos y Vinent, por ejemplo. Lo que en primer lugar llama desde luego la atención es, por una parte, la capacidad de perfilar cada párrafo y hasta cada frase como entidad artística autónoma y, por otra parte, la energía, que con justeza calificó Francisco Nieva de balzaquiana, con que el relato es conducido, implicando en él, tras la carátula del arte, el fluir de una época en transformación.
Se trata, en el fondo, de un mundo muy frágil y efímero en sí; la escurridura o poso retardatario del novecientos, la hórrida y estrangulada versión del fin de siècle que halló cobijo en un Madrid visto a la vez como galdosianismo degradado y como trágica caricatura del París de Murger, y, en contraste, las variantes del sueño de la modernidad tan vivo, aún hoy, en las palabras de los poetas o en las imágenes plásticas como prontamente borrado primero por la guerra y luego, de forma retrospectiva, por el descrédito que ha acabado por igualar el fascismo y el comunismo de los años treinta. Sin embargo, la potencialidad mítica de este mundo permanece aquí incólume: mientras discurre ante nuestros ojos —casi como si viéramos imágenes de Un chien andalou— no podemos refutarlo, por la misma razón que no podían refutarlo quienes en él vivían: la escritura le ha devuelto la imperiosidad del existir, la corporeidad con que lo real parece encarnar la idea que de lo real se tiene —quizá lo que por aquellos años Domenchina llamó «la corporeidad de lo abstracto »— y el sueño que acaso sobre lo real se proyecta.
En este Madrid por el que caminamos deslumbrados o a tientas no sólo tiene la existencia dela palabra convertida en laberinto del ser sino la hechura de mito de las calles que retadoramente avizoraba Rastignac: una ciudad hecha a la medida de un reto, aquí el de la escritura ante el mundo visible.
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