Han pasado los primero 100 días de la segunda legislatura de Zapatero y Tomás Cuesta hace algunas consideraciones:
PERSPECTIVA
CIEN DIAS DE CRISIS, DIÁLOGO HUERO
CIEN días es el plazo que tradicionalmente se concede a un gobierno nuevo antes de criticarlo sin contemplaciones. Es una cortesía parlamentaria y periodística más propia de la primera legislatura, pero es el tiempo que le ha llevado al presidente Zapatero descubrir que España estaba en crisis. Ha sido necesario que todos los analistas económicos certificasen la gravedad de la situación y que el mismísimo Banco de España alertase de la frágil salud de las cuentas públicas y del sistema de pensiones.
Cien días ha tardado el jefe del ejecutivo en convocar a los agentes sociales al diálogo, el eje central de su estrategia económica. Es justo reconocer que algo hemos avanzado en este plazo, esta misma semana Funcas, AEB y IEE han pronunciado las palabras prohibidas, recesión y estanflación, sin que se les haya aplicado la ley de represión de vagos y maleantes por antipatriotas. Pero no ha sido un plazo suficiente para que la manoseada ciudadanía tenga una idea clara de lo que se propone el gobierno. Habrá que esperar a septiembre.
He leído con atención las crónicas de la reunión del miércoles en la Moncloa y confieso que no he encontrado más que vaguedades y una bonita foto en la que la ministra de Igualdad cumple el objetivo de adorno en el margen para el que fue nombrada. Pero gobernar es más que intentar manejar la opinión pública y dar señales de tranquilidad en tiempos de tempestad. Zapatero se equivoca si cree que a estas alturas de la crisis todavía le basta con presentarse sonriendo y bien acompañado. Las temidas expectativas de crisis, las que retraen el consumo, la inversión y el empleo, las profecías autocumplidas que todo gobernante responsable quiere evitar, se han hecho realidad porque el presidente sigue en su Disneylandia particular mientras fuera cae la tormenta perfecta. Y tampoco es que el discurso de los sindicatos haya sido muy esperanzador. Condicionados políticamente hasta en el lenguaje que utilizan para describir la situación —era entrañable ver a Cándido Méndez evitar la palabra crisis— radicalizan por otro lado los mensajes para evitar la deserción de sus bases. Proclaman así con énfasis encomiable que «los trabajadores no pueden ser los únicos paganos, los sacrificios tienen que repartirse con los empresarios».
Deben tener otros datos que los demás o haberse quedado anclados en la Memoria Histórica, porque han cerrado más del 50 por ciento de las promotoras y pequeñas constructoras, son innumerables las empresas en pérdidas y los espectaculares beneficios de las empresas del IBEX son cosa del pasado mientras las cotizaciones, el patrimonio de sus accionistas, anda en mínimos. Ese discurso confrontacional no es el más adecuado para una negociación que ha de centrarse en la austeridad, la competividad y la productividad.
El diálogo social es deseable, pero no es el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. De la misma forma que las amenazas del terrorismo islamista no están hoy más lejanas porque España haya abanderado la causa de la alianza de la civilizaciones, como ha tenido ocasión de comprobar el ministro del Interior con la reciente detención de un nuevo comando, la salida de la crisis no se hará a la italiana, mediante la cesión de la responsabilidad de gobernar a unos agentes sociales que tienen intereses legítimos pero particulares y no siempre congruentes con las necesidades del país. En economía, como en política, hay momentos para el diálogo y momentos para la decisión, aunque conlleve un cierto grado de confrontación. Francia y Alemania han superado parte de sus dificultades económicas gracias a la resolución y firmeza de sus gobernantes que han marcado el camino de la negociación sindical con propuestas polémicas pero necesarias que se resumen en poner coto a los excesos del Estado de Bienestar.
El presidente español da toda la impresión de querer repetir con la economía el desnortado proceso de reforma autonómica. Sin objetivos claros, sin propuestas decididas, sin una idea de lo necesario, sin una agenda establecida, convoca a los agentes sociales para que le hagan el trabajo. Solo le ha faltado decirles solemnemente a patronal y sindicatos, «me comprometo a llevar al Parlamento cualquier cosa que ustedes acuerden». Le llamarán talante, diálogo, democracia participativa o nuevo republicanismo, pero a mi me suena demasiado a dejación de responsabilidades y al más rancio corporativismo. La economía espera otra escena del sofá, que se produzca cuanto antes.
Tomás Cuesta
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