El poeta Jesús. Por Juan Manuel de Prada
Suele decirse que Jesús hablaba en parábolas para que la gente sencilla (y aquí el epíteto 'sencilla' sería un eufemismo de 'iletrada' o 'ignorante') lo entendiese. Y algo de cierto hay en ello: podría haber elegido abstrusos conceptos teológicos, pero prefirió hablar de granos de mostaza y de vírgenes necias, prefirió exponer sus predicaciones mediante historias de apariencia fabulística. Pero un análisis serio de las parábolas evangélicas nos demuestra que, más allá de su aparente sencillez, están llenas de comparaciones poéticas e imágenes de hondo lirismo; también, por cierto, de paradojas que no parecen las más apropiadas para un auditorio analfabeto: un padre que premia al hijo manirroto y lastima en su orgullo al abnegado; un siervo fraudulento que es puesto como ejemplo de santidad; un pastor que abandona su rebaño para rescatar a una oveja descarriada... Son narraciones que desafían nuestra capacidad de comprensión; y, en algunas de ellas, la conducta de los protagonistas, analizada desde una perspectiva meramente lógica, podría suscitar en nosotros ciertas reticencias.
Y es que las parábolas de Jesús son lenguaje poético. La poesía expresa aquello que no puede ser expresado de otra manera, aquello que excede las posibilidades del lenguaje corriente. La poesía sugiere, despierta ecos y resonancias que el lenguaje racionalista no puede suscitar en nosotros; logra, mediante intuiciones, hacer presente una realidad inefable que el lenguaje común sólo consigue enunciar pálidamente. Y, lo que es más importante, la poesía puede llegar por igual al corazón del sabio y al corazón del iletrado, porque su fuerza conmovedora actúa reveladoramente. Cuando le preguntan: «¿Quién es mi prójimo?», Jesús podría haber respondido con una definición tan escueta como exacta. Sin embargo, prefiere contestar con una historia bellísima que impresiona nuestra sensibilidad de modo imperecedero: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones...». La definición del prójimo que Jesús nos escamotea no hubiese sido, ni de lejos, más verdadera ni persuasiva que la parábola del Buen Samaritano. Y esa verdad persuasiva la logra Jesús mediante la poesía.
Quizá nadie haya entendido mejor la personalidad poética de Jesús que aquel gran escritor católico (sí, he dicho católico, aunque los puritanos se escandalicen, porque los puritanos no saben nada de ovejas descarriadas) llamado Oscar Wilde. En su desgarradora De profundis, la carta que escribe desde la cárcel de Reading, Wilde afirma que la vida de Jesús «constituye la más admirable de las poesías»; y explica esta afirmación en unos pocos párrafos que sirven por todo un tratado de teología y que terminan de este modo sublime: «No hay ninguna dificultad para creer que era tal el encanto de su personalidad que su simple presencia podía traer paz a las almas angustiadas, y que aquellos que le tocaban la túnica o las manos olvidaban su dolor; o que quienes habían sido sordos a todas las voces, salvo a la del placer, oían por primera vez la voz del amor y la encontraban tan musical como el laúd de Apolo; o que las maléficas pasiones huían ante su proximidad, y que hombres como muertos en sus tediosas vidas sin imaginación resucitaban de sus tumbas cuando Él los llamaba; o que, cuando les enseñaba desde la altura de una montaña, las multitudes se olvidaban de su hambre, de su sed y de las preocupaciones de este mundo, y que cuando sus amigos lo escuchaban mientras comían, la ruda carne les parecía delicada, y el agua tenía el gusto del vino, y toda la casa se llenaba del perfume y la dulzura del nardo».
Jesús fue, desde luego, mucho más que un poeta; pero todo lo que fue no podemos llegar a entenderlo plenamente si olvidamos que fue un poeta. Y si sus palabras nos siguen pareciendo hoy tan iluminadoras y amorosamente vivas es porque están penetradas de poesía (y ya se sabe que la poesía, cuando es verdadera, es la verdad misma). Este lenguaje poético de Jesús es antitético del lenguaje sequizo y doctrinario que con frecuencia utilizamos sus seguidores, un lenguaje huérfano de imaginación y carente de sensibilidad, un lenguaje que agosta la fe y sólo sirve, a la postre, para que el perfume y la dulzura del nardo se desvanezcan. Los seguidores de Jesús no hemos sabido ser testigos de su poesía en el mundo; y esta traición a Jesús es nuestro más imperdonable pecado. Convendría que en estos días pascuales reflexionásemos sobre ello; tal vez así lograríamos salir de nuestras tediosas vidas sin imaginación y resucitar con Él de nuestras tumbas. ■
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