domingo, 23 de marzo de 2008

¡¡¡¡CRISTO HA RESUCITADO!!!!



¡¡¡¡CRISTO HA RESUCITADO!!!!

Alégrese la Tierra entera con la nueva Luz.

Esta es la Noche en que Cristo ha vencido a la muerte y vuelve del Infierno victorioso.

Cristo ha resucitado, no temáis.

Cristo nos ha dejado dicho: "Cuando dos o más se reúnan en mi nombre,
allí estaré Yo entre ellos".




Y por arte de birlibirloque, con los trucos que la informática nos permite, ahora puedo agregar a esta entrada de mi blog de fecha 23 de marzo el bello artículo que, sobre ¡CRISTO HA RESUCITADO!, Juan Manuel de Prada publica en el ABC del dia 24, un día despues:

RESUCITAR EN SEVILLA

ENTRA por mi ventana, en la mañana del Domin­go, la exultación del bronce, todas las campanas de Sevilla anunciando que Cristo ha resucitado. En Sevilla la Semana Santa no es triste porque, como ex­plicaba Antonio Burgos en su prodigioso pregón de este año, «hemos visto muchas veces esta película, siglos la llevamos viendo. Y sabemos que termina bien. Vamos, di­vinamente, porque es cosa de Dios. Sabemos que, aunque lo pase muy malamente, alfinal el bueno, el Muchacho, el hijo de la Señora Guapa, gana y se sale con la suya, que es morir para salvarnos. Y que después, además, resucita el Domingo». Y esta alegría presentida de la Resurrección, que es el Evangelio popular de Sevilla, es la que uno en­cuentra en cada esquina, la que asoma a los balcones en­galanados, la que guía los pasos de los costaleros, la que trepa hasta las nubes, suplicando que no llueva. El hombre no puede caminar sin apoyarse en algo; y ese apoyo se lo brin­da la fe. Cuando esa fe se agosta, el hom­bre cae en la desesperación, una desespe­ración que empieza por dominar los espí­ritus más escépticos, para acabar ane­gando a la sociedad entera, haciéndola no sólo impotente al esfuerzo vital, sino también poseída de una sorda sed de des­trucción. Esa desesperación pagana fue la causa del derrumbe del Imperio Romano; y en nuestra época neopagana la desesperación vuelve a hincar su ga­rra en el alma humana, vuelve a invadir con su lúgubre grito las cámaras del corazón. Y esta nueva desespera­ción que nos ataca es, como sostiene el gran Leonardo Castellani, «mil veces más acre y sacrílega actualmente que en el paganismo precristiano, pues entre éstos y aquéllos ha pasado nada menos por el mundo la Esperan­za hecha Carne; y, voto al cielo, no ha pasado en vano».

Que no ha pasado en vano lo certifica este forastero en Sevilla. En la noche de Jueves Santo, como nos anuncia el pregonero Antonio Burgos, «Sevilla hace público jura­mento de fe y credo, sacando a la calle su portento de reli­giosidad popular». La desesperación pagana flaquea y re­trocede ante la imagen de ese Cristo del Gran Poder, vecino de San Lorenzo, que sale a la noche con la Cruz a cues­tas, a hombros de los costaleros que imprimen a su avan­ce un andar casi humano de tan sobrehumano. Se hace un silencio encogido, y a los rostros de los circunstantes asoma una lágrima, que es el agua lustral que lava las le­gañas de la desesperación, un agua brotada del manan­tial más profundo de nuestra genealogía, allá donde el hombre se reconoce al contemplarse en el rostro de ese Nazareno que tiene por oficio salvar el mundo. Lo sigue su Madre bajo palio, envuelta en un olor de incienso y col­mena derretida, escoltada de cirios que son un llanto tré­mulo y una promesa de luz. Y, de repente, rasgando las ti­nieblas, como un puñal purísimo, suena una saeta que es una oración en carne viva en la que cabe el innumerable dolor del mundo; y a lo lejos, en la penumbra de una casa, detrás de una reja, una anciana se santigua, porque Dios pasa por su calle.

La otra noche, mientras contemplaba el paso de una procesión desde el florido balcón de la casa donde me hos­pedo —la Giralda al fondo, apuntando a las estrellas—, re­paré en una hermosa mujer rubia que avanzaba entre la multitud, como Ingrid Bergman en aquella película de Rossellini. Había en su avance algo de locura sagrada, una voluntad más firme que su mera envoltura carnal; había en su mirada una determinación que la incendia­ba por dentro, tornándola ascua de una fe milenaria. Y, como si esa determinación contagiara de un sentimiento reverencial a quienes la rodeaban, la multitud se retrajo para que aquella mujer pudiera alcanzar el paso de la Vir­gen. Y vi a la mujer aferrarse al paso de la Virgen, la vi llo­rar sigilosamente y rezar una plegaria elemental, apren­dida seguramente en la infancia, la vi perderse entre la comitiva, como prendida al manto de la Virgen. Y, mien­tras veía alejarse a esa mujer santa o pecadora por las ca­lles de Sevilla, ensimismada en su oración, hermoseada por la llama rubia de su fe, pensé que acababa de pasar an­te mis ojos la Esperanza hecha Carne; y, voto al cielo, tam­bién pensé que no había pasado en vano. Aún es posible resucitar en Sevilla; aún la desesperación no ha ganado la batalla.

www.juanmanueldeprada.com









No hay comentarios: