MADRID, España.
En
la madrugada del 12 de agosto de 1936, Victoria Díez, la joven maestra
de un pueblo que asoma en la sierra de Córdoba, Hornachuelos, recorría a
pie junto con diecisiete hombres, entre ellos el también joven párroco,
Antonio Molina Ariza, los 12 kilómetros que separan el pueblo de la
mina del Rincón. Eran escoltados por mas de cuarenta “escopeteros”.
Hacía poco menos de un mes que se había iniciado la “guerra civil”.
Aquel extenuante camino, de casi tres horas, sería el último tramo de
una vida que se había entregado de muchas maneras, especialmente a sus
alumnas, convencida de que la educación hace mejor a las personas y
contribuye a cambiar una sociedad todavía demasiado injusta y dividida.
Era maestra del saber y maestra del espíritu; había encontrado en la
Institución Teresiana su vocación de seglar comprometida con la historia
de su tiempo.
Recorría ese último camino con la conciencia de seguir los pasos de
su Maestro, Jesús de Nazaret. De ser “crucifijo viviente”,
característica del espíritu teresiano animado por Pedro Poveda, quien
había corrido igual suerte hacia apenas unas semanas, el 28 de julio.
Victoria hubiera podido salvar su vida detractándose de su fe, eligió
ser testigo de “Cristo Rey”, hasta el final.
Al recordar a esta maestra rural, seglar comprometida con su pueblo y
su historia, rendimos homenaje a muchas otras maestras de la escuela de
Poveda, que como Victoria recorrieron y recorren el camino de la vida,
convencidas de que la “fe y la ciencia” hermanan bien.
Publicamos un texto del Cardenal Carlos Amigo OFM, admirador y devoto
de la Beata Victoria Díez y Bustos de Molina, escrito cuando era
arzobispo de Sevilla, aparecido en la edición de L´Osservatore Romano,
del 10 de octubre de 1993.
El amor no tiene precio
Por el Cardenal Carlos Amigo Vallejo OFM, 1993
“No, no fueron simplemente unas circunstancias determinadas
-afirma-. Cuando Victoria Díez sufría el martirio, en la madrugada del
12 de agosto de 1936, el ejemplo que daba en esos momentos no era sino
el testimonio de es fe, fuerte y humilde, que había manifestado durante
toda su vida. Pudo decir con sus labios lo que llevaba en lo más
profundo de su alma. Si durante su vida había mirado solamente a
Jesucristo, ahora bien podía ratificar con el martirio el compromiso,
una y otra vez repetido: no volveré la cara al Señor.
Victoria Díez sabía del precio que Cristo exige a quienes desean
ser sus amigos. Por eso, y siguiendo el espíritu de Pedro Poveda y de la
Institución Teresiana, deseaba ser consecuente con lo que sería la
norma de su vida: ´creer bien y enmudecer no es posible´.
La fe se hizo vida en esta mujer, débil en la carne y fuerte por
la gracia del Espíritu. Y la palabra se transformó en acciones eficaces
de ayuda a quienes necesitan formación humana, educación, catequesis.
Había que transformar el mundo, la fe era la fuerza de acción. Maestra,
sobre todo maestra. Si éste era el buen deseo de Victoria Díez, no es
extraño que sintonizara, de forma tan admirable con los ideales de Pedro
Poveda y de la Institución Teresiana. Esmerada preparación profesional,
educación en la fe. Y la mujer, como profesional preparada, en la
avanzadilla de esa verdadera cruzada cultural, pedagógica y catequética.
Siempre será la persona la fuerza de la eficacia. El método ayuda. Lo
que de si misma entregue la persona, es lo que permanece.
La personalidad de Victoria Díez estaba marcada con la paradoja
evangélica de lo fuerte y lo débil. Poco por fuera, mucho por dentro.
Valor de lo sencillo, de lo pequeño. Fortaleza de entrega sin límite,
sin precio. El amor transforma por dentro y lleva a la pedagogía
exterior del amor sin medida. Siempre de Dios, más de Dios, toda de
Dios. Y entregada incansablemente al servicio de los hombres. Nada de lo
que necesitaba el hombre para poder vivir con la dignidad que como a
hijo de Dios le corresponde podía ser ajeno a esta mujer que quería ser
toda de Dios.
El riego de sangre que Victoria Díez suponía necesitaban nuestros
pueblos no era, en los días en que dijera tan profética frase, el
martirio que le aguardaba, sino la entrega, sacrificada y sin medida,
que era menester emplear en servicio de una sociedad rural injustamente
abandonada.
Sin deslumbrar, alumbrar, consejo de Pedro Poveda a los miembros
de la Institución Teresiana, que Victoria Díez aprendió a la perfección.
Su vida sencilla, incansable trabajadora, mujer llena de fe, delicada
en el amor, fuerte en el testimonio de Cristo, es luz para nuestro
camino. Por eso la Iglesia quiere ponerla en lo alto, para que alumbre,
con la claridad de su fe y de su testimonio cristiano, y sea gracia de
ejemplaridad para todos.”
Victoria Díez y Bustos de Molina,
nació en Sevilla, el 11 de noviembre de 1903, murió en Hornachuelos,
Córdoba, el 12 de agosto de 1936. Maestra, catequista, miembro de la
Institución Teresiana.
Después de ganar la oposición como maestra, ejerció en Cheles, un
pueblo de Badajoz, cercano a la frontera con Portugal. El 21 de junio de
1928, se trasladó a Hornachuelos. Era una joven maestra, con buena
preparación profesional, excelente disposición y entrega; con gran
sensibilidad y habilidad de artista. Colaboradora de la Acción
Católica.
El papa Juan Pablo II, en la ceremonia de beatificación, en Roma, el 10 de octubre de 1993, dijo:
“Esta
beata es un ejemplo de apertura al Espíritu y de fecundidad apostólica.
Supo santificarse en su trabajo como educadora en una comunidad rural,
colaborando al mismo tiempo en las actividades parroquiales,
particularmente en la catequesis. La alegría que transmitía a todos era
fiel reflejo de aquella entrega incondicional a Jesús, que la llevó al
testimonio supremo de ofrecer su vida por la salvación de muchos.”
En la misma ceremonia fue beatificado Pedro Poveda, fundador de la
Institución Teresiana; quien años después fue canonizado en Madrid, el 4
de mayo de 2003.
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